La amaba con toda la fuerza de sus palabras. Creía el amante que, incluso en la caudalosa distancia que juntos habitaban, sus letras tenían el poder de hacerla sonrojar.
Las recuerda, el amante (a las palabras) saliendo de él a raudales, aladas y bellísimas como novias blancas. Era un tiempo muy propicio, dígase, para la ocurrencia de cosas imposibles. Ese tiempo acabó. Si tan solo los colores de ella hubiesen sido como los de los sueños del amante: azul-mar, ocre-piedra, oro-arena.
Pero en ese tiempo (era primavera), las palabras se arremolinaban para el amor. Livianas y trémulas, se confiaban a los vientos, ganando altura, turnándose en el vértice de escuadrones como gansos salvajes, ayuntandose en sintagmas de muranio, averbando los vientos, azoreando de piropos a las nubes, a su paso.
Otras veces las contemplaba, el amante (a las palabras) revoloteando tranquilas sobre la pantalla, o en servilletas de cafetería, tan suyas, tan ajenas. Libres, irresponsables, incorruptas como luciérnagas. Parecían fluir sin resistencias, como sopladas por un viento amigo.
Aun hoy, el amante todavía siente a veces como si esas palabras fuesen lo único que verdaderamente posee, y en esos momentos desea substraerse a esa espuma del tiempo y sumergirse en un silencio de redoma, incrustado de piedras preciosas.
Viajaban mirabolantes (las palabras), ensayando en la cresta del cielo sus deseos, en parlamentos impúdicos, llegando al fin para murmurar sus sueños junto a los ojos muy abiertos de la amada. Reverberaban las palabras como lágrimas limpias, felices, en los azogues del alma de la amada.
En la indescifrable distancia que los separaba y yuxtaponía, más de una vez las palabras del amante la despeinaron dulcemente, como una mano líquida, como dedos de ausencia que desordenaban su pensamiento y calentaban su alma helada. "Descabelada", cantaba ella, riendo.
A veces, algunas palabras viajeras, proferidas horas antes por el amante, la despertaron en medio de la noche, agitando sus alas junto a las pestañas cerradas de la amada. ¿Quién creería tamañas para-normalidades? Y sin embargo, cada nueva coincidencia les convertía en amantes/cofrades de un amor hecho de vibraciones y reflejos, de jardines cuadrados, de canciones que tenían más vidas que un gato, de ángeles/trapecistas alados que se llamaban Marion o Beatriz.
Ahora reposa fatigado, el amante, junto a su jauría vencida de palabras. Ni él ni ellas (las palabras) entienden la catástrofe, tal vez porque las catástrofes no se tienen que entender, se padecen y ya está.
Así yace el amante, suprimido, sus palabras deleteadas, vagueando en una ciudad arrasada por esa bomba impronunciable, que fragmentó el silencio en muchos espejitos cortantes.
Es un día siguiente más, uno de muchos días siguientes, sin tráfico ni vibración, en que la memoria del amante va cediendo poco a poco trocitos de sus sueños azules a esa carcoma hambrienta de silencio.
El amante y sus palabras, novios sin futuro, se entregan a un abandono compartido, juntos se descomponen bajo un sol vertical, esperando quizá un florecer de nueva primavera.
Sándalo Naranja