No sé por qué, pero las figuras de Diostodopoderoso y de Supermán han cohabitado desde la infancia en mi imaginación. Que ningún fervoroso creyente piense por favor que es falta de respeto, porque seria un craso error. Todas las personas que me conocen saben que siempre he tenido gran admiración por toda la corte celestial de superhéroes. No sólo admiración, sino asombro, pasmo, estupefacción, algún estupor, y asaz fascinación. Si me apuran, lo elevo al encandilamiento o deslumbramiento, al desmedido entusiasmo, en ocasiones éxtasis y hasta principio de aturdimiento. Si no tengo un altar dedicado a Supermán en mi casa es por falta de espacio, o de lugar.
No, mentira, estaba siendo irónico, sarcástico o cáustico. La verdad es que el grandísimo cornudo nunca vino en mi auxilio, cuando me asaltaban los gitanillos de mi pueblo, día sí día no. Quizá mi pueblo no salía en su GPS, o tenía algún recelo de actuar contra malhechores no estrictamente caucasianos o afro-americanos. O entonces ... (ta-cháaan, salto en el vacío) quizá después de todo, SUPERMAN TALVEZ NO EXISTA, EN REALIDAD.
Ni se imaginan cuánto me cuesta decir esto. Hasta hace pocos años, la mera sospecha de que Supermán no existiese me dilaceraba el alma, y también me la laceraba y me la despedazaba. Me quedaba hecho una penica. Para mí el camino hacia la descreencia fue una senda labrada de espinas, o de pinchos, chinchetas o tachuelas.
Todavía hoy, escéptico asumido, cuando la desgracia o contrariedad bate a mi puerta, todavía me vienen las letanías escondidas en mi cerebro reptiliano: "Que Supermán me asista!" O por lo menos que me acuda, me auxilie, socorra o ayude. Si no es mucho pedir o reclamar.
Sigo con lo de las cosas bien hechas, qué manías me entran. Y hoy me dió por indagar en lo feo, lo triste, lo nefasto. Ya sé que para darnos un buen bajón basta una ojeada a ese telediario que tan primorosamente nos preparan, pero igual es bueno diferenciar. Hay depresiones buenas y menos buenas. Claro que no hablo desde el ángulo clínico sino desde el estético. Cantar lo feo, lo rudo, sin dulcificar, es un negocio jodido, tal como hacer un retrato bello de una naturaleza muerta bien descompuestita. Más fácil es pintar florecitas, y si no prueben ustedes mismos.
Cuando tu infancia se desvanezca, cuando tu cuerpo crezca. Cuando al hablar de modo indebido te sientas atrevido. Cuando te estés independizando, cuando estés trabajando. Cuando por no estar muy bien vestido te sientas inhibido. Imaginate, m´hijo, imaginate... Cuando admires bolsillos ajenos, cuando te sientas menos. Cuando abusen de ti un día, cuando te estén utilizando. Cuando un día llegués a entusiasmarte, cuando estés por casarte. Cuando en alguna casa de citas te reventés la guita. Imaginate, m´hijo, imaginate… Cuando en tus labios se imprima un tango, cuando estés sin un mango. Cuando al no poder comprarte un saco, soñés con un atraco. Cuando arrugue tu voz el tabaco, cuando te pongas flaco. Cuando en la cama con un Mafalda, ella te dé la espalda. Imaginate, m´hijo, imaginate… Cuando el aguinaldo hayas cobrado, cuando estés embalado. Cuando hagas horas extras de noche para comprarte un coche. Cuando de luchar estés cansado, cuando te hayas gastado. Cuando tus sueños se hagan pedazos y te duelan los brazos. Imaginate, m´hijo, imaginate... Cuando tu mirada se humedezca, cuando algo en ti perezca. Cuando te sumerjas en los vasos y llores tus fracasos. Cuando algún día estés recordando, cuando estés meditando. Cuando una vez digas a tu hijo: “Imaginate, m´hijo...” Imaginate, m´hijo, imaginate… LEO MASLÍAH (Uruguay, 1954)
En estos días, descubro com frecuencia la moldura engañosa de las palabras. Una orla hedionda de suciedad que el tiempo depositó en ellas. Las palabras sufren el acumular de sentidos, de usos, hasta de apariencias. Herrumbres posadas en ellas durante siglos las tornan seres intemporales, criaturas ancestrales y modernas.
Pobres palabras, también son ellas víctimas pacientes de usos deleznables, que las violan, que las contaminan. Las blanquean, se dice, aunque en la verdad lo que hacen es llenarlas de mugre. Por eso es necesario lavarlas bien lavaditas las palabras, antes de usarlas, si uno no quiere quedarse como el hollín también. Uno no quiere decir “libertad”, por ejemplo, sin estar muy consciente de los muchos dictadores y negreros que la usaron antes. Y así pasa com tantas otras.
Palabras. Las de los otros, también las mías. Me descubro mirando las bocas abriendo y cerrando, chorreando engaño, confundiendo, y confundiendose. No hablo apenas del embuste propositado, sino de toda esa epopeya vana que, por no salir de dentro, poco o nada vale. De repente, detesto dichos y refranes, frases hechas, convenciones, sabidurías populares enlatadas, concebidas para ocupar el lugar del pensamiento, de la comunicación.
Proferir no es comunicar, no es ni siquiera hablar. Por eso, en estos dias, miro los bustos parlantes y todo lo que quiero es durar en un silencio profundo, apenas acariciado por aquellas voces que dicen lo que sienten, lo que piensan. Que usan las palabras como flores y no como monedas ennegrecidas. Como Marion.
Al oír cosas así, uno se queda con la sensación doblemente ácida, de que ya no se hacen cosas tan bien hechas. La acidez doble deriva del hecho de a) la observación ser deprimente, porque hace del mundo un lugar sórdido, donde la belleza apenas habita en los museos, y b) la decadência del pensamiento en sí, que convierte a su autor en un carcamal incapaz de ver la eterna renovación de las formas y de los talentos.
Pero ahora oigan y diganme si no es verdad. Si se atreven. Les espero bebiendome una copita.
Lástima, bandoneón, mi corazón tu ronca maldición maleva... Tu lágrima de ron me lleva hacia el hondo bajo fondo donde el barro se subleva. ¡Ya sé, no me digás! ¡Tenés razón! La vida es una herida absurda, y es todo todo tan fugaz que es una curda, ¡nada más! mi confesión. Contame tu condena, decime tu fracaso, ¿no ves la pena que me ha herido? Y hablame simplemente de aquel amor ausente tras un retazo del olvido. ¡Ya se que me hace daño. ¡Yo sé que te lastimo! llorando mi sermón de vino! Pero es el viejo amor que tiembla, bandoneón, y busca en un licor que aturda, la curda que al final termine la función corriéndole un telón al corazón. Un poco de recuerdo y sinsabor gotea tu rezongo lerdo. Marea tu licor y arrea la tropilla de la zurda al volcar la última curda. Cerrame el ventanal que arrastra el sol su lento caracol de sueño, ¿no ves que vengo de un país que está de olvido, siempre gris, tras el alcohol?...
Saber mirar, es lo que añoro hoy. Acudo a mi memoria para evocar, para convocar... Gentilmente acciono manivelas, ensayo trucos, resucito ensalmos.
Saber mirar es arte, claro; más diria: es puntería, juego y acertijo. Las cosas, aquellas que importan, no están donde se las espera, no. El buen mirador deplora probabilidades. Antes, explora ángulos, desvía sencillamente su mirar por vectores próximos, por bucles escondidos. El buen mirar es recatado y sinvergüenza, a la vez.
El buen mirar no es juego para codiciosos ni para glotones. Pide generosidad del alma, y una relación afable com la vida (aquel que apenas busca no siempre encuentra; encuentra el que, buscando, se ofrece al objeto buscado). Mirar, buscar, es ofrenda, antes de ser hallazgo.
Cuando el buen mirar es coronado de êxito, el mirador sabe inmediatamente. El efecto es una lluvia fina que nos sosiega, y un detener del bruto tiempo. En un segundo inmóvil, cien cosas pasan, a nuestros ojos ofrecidas como en una tómbola de forma y color. No solo las vemos, también las sentimos y las amamos. Ellas se funden, se combinan, y el mundo parece rebosar de coincidencias inexplicables. El buen mirador no se asusta, antes festeja gozoso el fruto caleidoscopico de su mirar, resistiendo toda tentación de explicación a través de la mística o la religión.