“¡Es ese, papá, ese alto que está intentando arrancar la rama del arbolito!” En el gesto del niño hay como una sublevación, un grito de revuelta. Está visiblemente excitado. Con su papá al lado, ya no necesita su miedo para nada. Y eso sabe bien, para variar...
El papá contempla la escena, a la entrada del colegio. Los niños juegan en el patio de acceso, a la espera de la llegada de la profesora.
“¿Estás seguro, Manuel? A ver si vamos a meter la pata…”, le pregunta el papá a su hijo. Insiste sólo por tranquilidad de conciencia, porque sabe que su hijo no se equivoca. Su propio instinto le dice que sí, que ese es el niñato que buscan... El azote de los arbolitos, el rufián. Rizos rubios, ojos azules, un prodigio de fotogenia. Con un aire de semihombre ya estampado en su estar de once años, una cinematográfica pose de desafío dibujada en el rostro perfecto.
“¡Claro que estoy seguro, papá!”. Y es verdad… ¿Cómo podría no estar seguro? “Ese es el jefe. Los otros de allá hacen lo que él manda”, explica Manuel.
“Vaya”, piensa el papá. “El guapín, el que se mete con los más pequeños”. Siente su sangre comenzando a borbotar. Fuego lento.
El angelito nazi, el niñato de mierda, ya tronchó la rama, y ahora la retuerce en un ejercicio sistemático de paciencia, sin sombra de rabia ni forcejeo. Como un cirujano que extirpase el miembro corrupto de un cuerpo que juzga todavía redimible. Como un paciente y metódico inquisidor, le enseña al arbolito quién es el jefe, quién decide sobre el derecho de existencia de los otros. En su arte de exterminio, hace del arbolito un símbolo de su poder.
Nadie más se atrevería a arrancarle las ramas a un árbol, dentro del colegio, pero él sí. Al mismo tiempo, mira de reojo a sus acólitos, para asegurarse de que nadie se pierde el momento en el que su autoridad de machito alfa es sutilmente reforzada. Aunque el esfuerzo es notable, el niñato dosifica sus movimientos para proyectar una imagen de fuerza y control. “Para mutilar no es necesario despeinarse”, parece decir su lema.
El papá reprime el instinto de salvar el arbolito de la mutilación, de cortar la escena inmediatamente, por la raíz, de detener al salvaje con una reprimenda al uso antiguo. Observa la ropa de marca del terrorista. Las zapatillas nada más deben costar la mitad de su propio sueldo. En sus adentros siente surgir el ángel flamígero, el vengador, el que restituye el orden de las cosas. Pero no se abandona a la ira. No quiere perder la razón, que sabe de su parte.
“Pero ¿quién es el que te bajó los pantalones, por atrás?, le vuelve a preguntar al hijo. “¿Fue éste, el jefe, o fue uno de los otros de allá?”
Otea el papá desde el extremo opuesto del patio. Alcanza a ver a los proto-sicarios del jefe, jugando a las canicas, aprendiendo unos de otros los entresijos de la dominación, disputando hombrías.
“¡Fue el jefe, papá, y los otros miraban y se reían, y las niñas también vieron todo, y también se reían!”, dice Manuel, azorado. Las lágrimas aparecen en sus ojos, pero se quedan allí, esperando lo que esta mañana habrá de traer. Su padre es todo para él en este momento.
El papá oye, y su mente empieza a dar vueltas. El ángel flamígero crece dentro de él, le usurpa su cuerpo, bañando su ser en un metálico deseo de venganza.
“¡…Él es el que se quedó con mi saco de canicas, y el que me dio un cabezazo en la barriga el día que vomité luego, y el que…”.
El niño sigue con una retahíla infinita de agravios, pero el papá ya ha dejado de oír. En su mente, el ángel vengador ya sólo acierta a ver una mancha roja que crece, que le va desfalcando de su papel de papá, que le va calando todo su ser.
“Quédate aquí, Manuel. Voy a hablar con él, ¿vale? ¡Tú tranki, tronko!”, papá sonríe y despeina a su hijo con un gesto mil veces repetido, que el niño adora. El padre avanza los escasos metros hasta el arbolito en el momento exacto en que el verdugo amputa la rama, se vuelve hacia sus seguidores, y la ostenta en lo alto como un trofeo. Sus cuatrerillos, que lo contemplan fijamente desde la distancia, agitan los brazos en señal de apoyo a la causa arboricida, y le gritan consignas que afianzan al emperadorzuelo en su cúpula de poder.
El papá toca suavemente el hombro del niñato que, entretenido con los festejos de sus tropas, no lo vio avanzar hacia sí. El niño se vuelve, con un gesto de impunidad y desafío estampado en su rostro perfecto. El papá casi siente la fuerza dominadora del niño, pero pronto recupera su papel.
“¡Hola, majete! ¡Vaya rama fantástica te has agenciado! Eres un tipo duro, ¿eh?”, saluda cordial, con una sonrisa amplia y, aparentemente, sincera. A cualquiera le parecería que a seguir le va a regalar un caramelo.
“¿Qué es lo que quieres, si se puede saber?”, el jefecillo le tutea con un aire desconfiado, sin volverse completamente para responder. Intenta darle a entender al hombre que le está haciendo perder su tiempo.
“Ah, ¿prefieres que nos tuteemos? Vale, hombre, muy bien, favor que me haces…". El hombre rodea al niño y lo enfrenta, agachándose para ponerse a su altura. "Mira, me dice mi hijo que en las últimas semanas te has divertido bastante con él … ¿Es verdad eso?”, dice el padre sin dejar de sonreír, al tiempo que apunta hacia su hijo con el dedo. Su hijo mira expectante hacia ellos sin llegar a escuchar la conversación, a unos diez metros del cercenado arbolito.
“¿Con quién dices?”, responde el niño, cada vez mas huraño e impaciente, mientras sigue el dedo del hombre, y acaba por enfocar a Manuel. “Ah, sí, ese ... a veces le dejamos jugar con nosotros, aunque sea más pequeño. ¿Es tu hijo?” El niñato improvisa bien sus patrañas. Abusón, cobarde y mentiroso. Buen curriculum, sí señor. Obviamente, el chico piensa que su aplomo le va a sacar de esta situación como ya le sacó de otras.
“Mira, niño idiota”, dice el papá de Manuel con una sonrisa y una calma que producen el primer escalofrío en el espinazo del podador de arbolitos. La gente normal no dice “idiota” mientras sonríe. Esto es diferente, terra incognita para el príncipe de los abusadores.
“Ya hablé con tu profesora, y con el director de la escuela, pero quería que te enterases directamente por mí”, miente el papá, empezando a disfrutar de la situación. El gesto del niño se viste de alarma.
“Abusar de los más pequeños es una cosa muy fea, ¿sabes? Es muy posible que te echen de esta escuela, porque ya saben que eres un ladrón de canicas. También les conté lo del cabezazo, que hizo vomitar a mi hijo, y también eso tan gracioso, cuando le bajaste los pantalones delante de toda la escuela”.
El niño escucha al hombre sin poder evitar una cierta descompostura en su rostro, normalmente tan equilibrado. Su palidez es casi total, ahora. Y la altivez de su postura de cabecilla se ha desinflado como un globito rosa.
“Ah, me olvidaba… Tus padres ya han sido informados, también, y créeme, están que trinan. Ellos pensaban que tenían un angelito rubio, pero resulta que al final su hijo no pasa de un mierdas cobarde, que sólo se atreve a meterse con niños un palmo más bajos…”
La mirada del niño revela cálculos interiores. El abusoncito parece estar pensando en la que le espera… Poniéndose en lo mejor, alcanza a ver meses de broncas interminables, prohibiciones severas, y confiscación inmediata de varios imponentes regalos recientes de sus rumbosos papás. El corazón le da un vuelco. El mundo se le echa encima. Pero el ángel anunciador ha venido a anunciar, y tiene que llegar al final de su mensaje.
“¿Ya oíste hablar del infierno? Pues mira, resulta que al final existe de verdad, ¿sabes? Me lo ha dicho un amigo mío que sabe todo sobre eso, y conoce bien a toda la gente que está allí. Y me ha dicho que tienen un lugar especial, lleno con gente como tú, rufianes de poca monta. Así que te recomiendo MUCHO cuidado. Tal vez si cambias ya, te puedas librar de ello, aunque después de lo que has hecho, garantías ya no te va a dar nadie”. El papá habla despacio, sin abandonar nunca su tono bajo y conciliador, que contrasta con el contenido de su discurso.
El niño ya no puede estar más blanco. Y el ángel vengador puede ver sus lágrimas asomando. “Ahora las cosas comienzan a volver a su equilibrio”, piensa, mirando a dos niños jugando en el sube-baja.
“Pero ¿sabes una cosa, niñato?”, el papá habla ahora más lentamente que nunca. “Puede ser que tus padres y el director de la escuela decidan no decirte nada, fingir que no se han enterado, y observarte a ver cómo te comportas. Yo si fuese tú me callaba bien calladito, y empezaba a portarme MUY bien, si es que te acuerdas de lo que es eso”, dice el ángel poniendo un dedo en su boca y mirando fijamente en los ojos del niño, que le mira absorto y desmayado, asintiendo mecánicamente. La rama arrancada se le cae de la mano.
“Ya termino, cielo. Sólo quiero que entiendas bien una cosa: toda la eternidad en el infierno va a parecer unas vacaciones de lujo, comparado con lo que yo te voy a hacer a ti, si me entero de que te has vuelto a meter con mi hijo Manuel, ¿sabes? Tú o cualquiera de esos chiquilicuatres a lo que llamas tus amigos. Apenas una mala mirada, y te aseguro que vas a sufrir como nunca pensaste que era posible sufrir”. Despliega en abanico su mejor sonrisa el Ángel Vengador, luego se da la vuelta, y ya transformado en papá común, se vuelve, caminando hacia su hijo.
Los acólitos, curiosos en la distancia sobre esta conversación que ya se alarga, venían caminando hacia su líder. En momentos como estos, toda solidaridad es poca, y cualquier jefe tiene un día malo.
El ángel se vuelve una última vez, con un aire de quien se olvidó de algo, y le grita al niño, a media distancia. “Ah, oye, y que no se te olvide devolver las canicas, por favor, ¿vale, majo?” Ahora el tono es completamente amigable. “Mañana, sin falta”. El tono continúa amigable, pero la cara del hombre se vuelve abruptamente tan seria como la de un demonio negro. El niño se estremece, y dice que sí varias veces con la cabeza, como si hubiese visto al mismísimo Belcebú. Temblando, se apoya en el arbolito que le ayuda a evitar una humillación más definitiva. No es un arbolito vengativo, afortunadamente para él.
El ángel flamígero ya dijo todo lo que quería. Rubrica su mensaje con la mejor de sus sonrisas, volviendo hacia su hijo, que le espera ansioso de noticias. Los niños llegan cerca de su caudillito a tiempo de ver una mancha de orina tiñendo sus pantalones. Se miran desorientados. Algunos salivan por la nueva plaza de machito alfa.
“¿Qué le has dicho, papá?”.
“Nada especial, hijo. En el fondo, ese niño es un cobarde… ¿Para qué asustarlo más? Tú tranquilo, que estoy seguro que ese no te molesta más. Y si te molesta, tú me lo dices, y ya está”.
El papá abraza a su hijo del alma, besándolo y deseándole un día maravilloso de escuela.
Esta frase aparece en su mente, como un neón, y sin embargo el pensamiento no lleva en las alas ni una sombra de angustia. Nada más que una callada toma de conciencia, no totalmente desnuda de humor. Lentamente, el hombre dirige la mirada a su izquierda, la cabeza rotando en su eje oxidado como un planeta cansado.
Contempla al hombre con quien comparte el banco del parque. No necesita girar su cabeza completamente, apenas lo necesario para confirmar que su amigo está junto a él. No tiene la certeza de haber pronunciado la frase en voz alta, pero sabe que ese hombre a su lado le entiende de todos modos. Hasta sería capaz de pensar lo mismo que él en ese momento exacto. Así de próximos se sienten. No hablan mucho entre ellos, ni lo necesitan. Le basta sentirle la presencia al lado.
No tienen reloj porque no tienen tiempo. Sus espíritus vaguean por los árboles, caminos y fuentes como compadres mudos. Son dos bolsas de plástico arremolinadas por un viento amigo. Así proyectándose en el ancho espacio de la mente, van conociendo una libertad cuya existencia ignoraban.
El parque les protege y les envuelve. No se escuchan los ruidos de la ciudad, y eso ayuda al hombre en sus contemplaciones. El primer sol de la tarde calienta su corazón y le induce un manso letargo. A los ojos de cualquier paseante, podría no parecer más que un viejo que espera la muerte en una somnolencia vegetal. Sin embargo, esa quietud es apenas aparente. En un sigilo total, una corriente sutil de eventos ocupa el teatro de su alma. El hombre siente impetuosamente en estos días. A veces, se da cuenta de que siente como nunca antes sintiera en su larga vida. Hasta lo más insignificante es ahora registrado por sus sentidos fuera del remolino del tiempo.
Este sol templado, por ejemplo. El calor es ahora, “tan ahora”, piensa, y su mente se desliza un poco de lado. El deslizar convierte en eterno ese ahora, como si el calor ya no estuviese ligado a una fuente concreta, a un tiempo definido... “Si hubiese sabido esto antes…”, su mente articula sin remordimiento, antes de conectarse de nuevo al sentimiento de lo eterno. “Fuera del tiempo, no hay límite a lo que podemos sentir”. Y así la muerte le parece tan distante en el horizonte como siempre estuvo. Es así. Cuando matas el tiempo, cruzas los portones de lo eterno. Suena simple, y lo es. Es por eso que tardamos tanto tiempo en comprender: pasamos la vida esperando que todas las respuestas sean complicadas, y si no lo son, no las juzgamos válidas.
A veces, su mente es el teatro de relámpagos repentinos. Otras, piensa tal como un pastor que fuese coleccionando sus versos mientras camina. Su cerebro descansa largos períodos, durante los cuales siente todo. Intensamente. Su sentir es interior, emocionado, suyo. Y sin embargo, posee tal luminiscencia, tal claridad reveladora, que casi le abruma como una certeza que intuye universal. Dentro de sí, alberga jocosamente la idea de declararse apóstol, de pregonar a los vientos este evangelio de simplicidades, para que otros puedan aprovecharlo. “Un equilibrio tan perfecto”, piensa, sintiéndose microscópico y agradecido. Pero si lo hiciese, si se encarnase en el profeta de su propio sentir, sus “verdades” sonarían arcanas, y sería tomado por loco o alunado.
Así, lucidamente reprime el impulso de compartir los frutos nuevos de su alma vieja. Esboza una sonrisa sutilísima, y se la auto-dedica con un poquito de ironía. Sabe que su amigo camina por sendas similares, y por eso le ofrece una mirada tierna y comprensiva, que el otro recibe con un semblante apaciguado. “Más que suficiente”.
Entonces, súbitamente, algo aparece en su mente, como si alguien lo hubiese plantado sin aviso ni permiso en su deshilachado cerebro. Con frecuencia, estos retazos súbitos de pensamiento le llevan a una sensación inquietante y enajenada. “¿Soy yo? ¿Me estoy volviendo majareta? ¿Me desintegro? ¿Por qué pienso pensamientos tan… no míos… tan ajenos?”
Cada vez es más frecuente. Ese jardinero que no es él plantó en su espíritu perlas como ésta: “Sólo poseo verdaderamente aquello que ya perdí”. El hombre se delecta con su pensamiento, mientras el sentido le cala todas las rendijas de su ser. Nunca antes el hombre pensó nada remotamente parecido. Y sin embargo, suena tan cierto…
Lejos de sentirse angustiado, el hombre permanece sereno mientras va considerando estos sucesos. Sonríe otra vez. Parece que finalmente está dominando el arte de no tomarse demasiado en serio. Siente amor por sí mismo y por todas las personas y cosas que le rodean. Ese mismo amor le sirve para amar todo. La vida, piensa, está llena de callejones sin salida, así que, ¿para qué molestarse tanto? Todo lo que ya le confundió y lo angustió en el pasado es visto ahora con una lucidez infinita. Y no es que todas las piezas encajen ahora, perfectamente. Más bien es la conciencia de que las piezas no tienen que encajar. Las cosas suceden, simplemente. El hombre junta sus manos y las ahueca, y allí forma un refugio seguro para ese pequeño caos en que ahora va aprendiendo a reconocer el mundo.
Años atrás, el hombre tenía Memoria. Ahora es diferente. Apenas posee algunas memorias. Aquello a lo que llamó “pasado” ha ido perdiendo muchos de sus sentidos. El pasado es como un paisaje lunar devastado, un universo de fragmentos. Algunos de esos pedazos son como vidrios lacerantes, otros son cristales que reflejan las más bellas luces. Sin embargo, en vez de sentirse privado de su Historia, el hombre va coleccionando sus historias, mientras duran. Si su pasado se está disolviendo, al menos su presente crece como una flor silvestre. El Presente es para él más emoción que memoria. Se siente feliz de poder sentir tanto aún, en esta ancianidad que todo fragmenta y envilece. Acodado en sus ventanas de Presente, siente que nada más puede desear.
El hombre contempla el mundo cambiante que le circunda. La luz primera de la tarde arranca destellos de la tela que la araña fue hilando entre su banco y el arbusto cercano. Observa a la dueña esperando su presa, agazapada. En un relámpago, el tiempo vuelve a parar, y el hombre siente el orden inefable de las cosas, el insignificante y universal drama del predador y su presa, bajo la luz serena de este invierno terminal. Puede contemplar y comprender toda esa lógica natural, expuesta a su mirada: las ramas desnudas, los primeros capullos rosáceos como heraldos de la nueva estación... Y todo eso es mucho más que la repetida observación de hechos conocidos, esperados. El hombre es oyente emocionado de todo este diálogo sobrenatural que le rodea y que atraviesa su alma. La naturaleza, la vida, no son ya descripción, sino puro sentimiento.
La tarde comienza a enfriarse, pero el calor eterno que ha recibido le hace sentirse renovado. La gratitud reverbera a través de su espíritu radiante. Volviéndose hacia su amigo, su mano alcanza la cara del otro hombre, que se vuelve hacia él. Sus ojos minúsculos se fijan en el amigo con un afecto desmayado, pero su mano ejecuta delicadamente lo que parece ser una caricia deliberada. Los dedos se deslizan por cada arruga, leen los destinos dibujados en el rostro de su amigo, tal vez ya cumplidos y olvidados.
Este ritual marca el fin de la jornada. Ambos se levantan y se preparan para regresar al tiempo. Por eso en las horas siguientes irán muriendo un poquito más. Mañana, si el clima lo permite, acudirán a su banco del parque para matar de nuevo al tiempo, para rogar en silencio a la primavera la dádiva de una célere llegada, que les consienta todavía una última ocasión de florecer.
El hombre, después de conectar y probar los micros y el iMac, coloca dos botellitas de agua con sus vasos en la mesita, se sienta en su silla y, con puntualidad franciscana, enciende la tele y el vídeo con el comando a las nueve en punto. Todavía está en pijama.
-¡Corre, Magda, que está empezando ya! – grita él desde la sala, mientras inicia la grabación del programa.
-¡Ay, Hisopo, qué prisas, leche, siempre igual! Anda, empieza tú si es necesario…
La retransmisión está comenzando. Con un fondo de música sacra, varias imágenes en sucesión muestran grupos de fieles ya estacionados en la Plaza de S. Pedro, y otros llegando en ordenadas y obedientes oleadas. Filas de devotos se decantan a raudales, como buen vino eucarístico, por los ejes radiales de esta plaza, que les acoge y protege como una madre. Por todo lado se ven pancartas, banderas polacas y fotografías alusivas al futuro beato. Aparentemente, esta beatífica cruzada no difiere mucho de las imágenes de simples forofos que fuesen llegando al estadio, o de fans que idolatran a su grupo de rock preferido.
La mujer sale deprisa de la ducha y viene enfundada en su bata de baño, secándose la preciosa melena roja con una toalla, y mirando de reojo la tele mientras se posiciona.
-Ya lo has puesto a grabar, ¿no?
-Claro, mujer, date prisa… Y anda, ciérrate bien la bata, que me distraes con tanta hermosura, ay – suspira Hisopo, mirándola con una mezcla de castidad fingida y genuina glotonería.
- Tonto. Zalamero. A ver, un poco de seriedad y respeto por las formas, hombre de dios. Venga, quítale el volumen a la tele y comenzamos – dice, cerrándose bien la bata con el cinturón, no sin antes ofrecer a Hisopo una generosísima vista general de su recién duchada desnudez. Predicando con el ejemplo, vamos.
Miríadas de devotísimos turistas, numerosas delegaciones sudamericanas, africanas, asiáticas... Autoridades eclesiásticas de todo el orbe católico, obispos y cardenales, y también mucho curilla estudiante. Todos los colores y todos los idiomas, y una bonita convivencia, en fin. Como una Nueva Babel, pero sin malentendidos, ni nadie que desentone. Todo bien católico, que según parece, quiere decir eso mismo: Universal. Como el futbol.
Algunas monjas caminan con paso ligero, mal pueden ocultar su excitación. También muchos jóvenes, tras una ecuménica noche en vela para defender su lugar en la plaza, entonan sus juveniles cánticos de gloria y esperanza, acompañados de guitarras. Sus voces delatan las pocas horas de sueño de las últimas noches, vividas en casta armonía juvenil. O puede ser, simplemente, que canten así de mal. Se ven mujeres solas, en actitud de recogida oración, cuyos primeros planos las cámaras captan y proyectan para todo el urbi et orbe cristiano. Sin saberlo, esas mujeres sirven como pías estampas propagandísticas de una santidad humilde y cotidiana que penetra eficientemente en el imaginario colectivo de una catolicidad tan necesitada de buenos ejemplos. Es el Pueblo de Dios, y Dios que lo vea.
Lo de siempre, vamos.
Ambos se aclaran la voz. Es un simple ritual que la pareja repite desde hace años delante del televisor. Cada semana, seleccionan entre los dos algunos programas, y después los ven sin sonido, improvisando simultáneamente los comentarios de los locutores.
Magda e Hisopo son gente del teatro, una pareja versátil. Igual te comentan una misa de gallo que un programa rosa. Las bodas reales son sus eventos preferidos, claro, por el juego que dan. Pero tampoco le hacen un feo a doblar las ruedas de prensa de los entrenadores de futbol. Les encanta hacer el programa “La Fe de los Hombres”, realizado por la Junta Episcopal, con el dinero de todos los contribuyentes, sin discriminación de credo, pues faltaba más.
Lo que la pareja hace es reírse, y bien, de la caja tonta, de la vida, del lenguaje, de las noticias, de los curas, del poder. Y sobre todo, de ellos mismos. Quién nos diera que todos hiciésemos lo mismo, reír queremos decir, mejor nos iría.
A ver, la cosa funciona de esta forma: Magda e Hisopo graban la imagen de la tele, y después la montan en el iMac con sus propios comentarios (o sea, el audio pirata). A seguir, envían el resultado a sus amigos, lo que origina chanzas y cachondeos varios que se extienden durante semanas, en las redes sociales, y hasta generan reinterpretaciones de otras parejas aficionadas al género.
Así de simple, pero la verdad es que resulta: ellos mantienen afiladas sus dotes improvisadoras, al tiempo que se divierten de lo lindo. Lo normal es que se escachiflen de la risa a media grabación del programa, oyendo sus propios comentarios. La regla de oro es no parar. Los momentos más apreciados por sus amigos, empero, son aquellos en que ninguno de los dos habla, y todo lo que se oye como fondo de las imágenes son las risas de ambos, luchando por ganar la compostura para poder continuar.
El espectáculo comienza.
Él (Comentarista A, Hisopo): Buenos días a todos desde TELEGOD, su canal público, cuya programación va una vez más al encuentro de las preocupaciones y del verdadero sentir de los ciudadanos. Y sabemos, porque nos lo dicen todas nuestras encuestas, que los ciudadanos de este país son católicos en su abrumadora mayoría, y vean bien que las mayorías para serlo tienen que abrumar, si no es trampa y no vale. Y si todavía queda algún ciudadano que no lo es, católico queremos decir, pues que se chinche, con perdón, y haga por rezar, que seguro que buena falta le hace.
Perdonen ustedes, divagaba… Lo cierto es que lo que hoy traemos hasta sus casas va a ser un evento tan emotivo, que es capaz de dejar a más de un incrédulo atragantado con su rancio agnosticismo… ya saben que en TELEGOD, todos los caminos vienen a dar a Roma…
(Pequeña pausa para agua. Continúa Hisopo, aclarándose la voz).
Es impresionante el ambiente que se vive aquí en la Plaza de S. Pedro, señores televidentes, en esta maravillosa mañana de Mayo, en la que vamos a retransmitir la Sagrada Beatificación de Sifilio VI, el anterior pontífice… Maria Magdalena…
(Magda mal contiene la risa repentina que le produce la invención del nombre de Sifilio VI, pero se rehace con gran profesionalismo, y no falla su entrada, con voz entusiasmada).
Ella (Comentarista B, Maria Magdalena): Sí, Hisopo, y buenos días señoras y señores televidentes… Es verdaderamente contagioso el ambiente que podemos sentir irradiando desde este santo y Vaticano lugar, donde hoy se dan cita más de un millón de personas, unidas por el amor profundo a… Sifilio VI, quien - sin menosprecio del actual Vicario de Jesús en Roma - supo ser artífice de una bien necesitada renovación en el aparato eclesial, congregando en torno a su figura una renovada imagen de la cristiandad y…
Hisopo: … y ahora que hablas de esa imagen, Maria Magdalena, permíteme que te interrumpa para llamar la atención de nuestros televidentes para la espectacular perspectiva aérea de esta colosal Plaza. Ofrecida por un grupo de cuatro helicópteros que continuamente sobrevuela este fenomenal evento, bien se podría decir que esta imagen móvil que ahora ustedes contemplan, es algo así como el ojo de Dios, si me permiten el símil teo-oftalmológico… Maria Magdalena…
(Durante el parlamento de Hisopo, Magda se ha ido contoneando sensualmente por la sala, formando con los dedos un triángulo sobre su roja melena, y sin dejar de mirar con cierta lascivia teatral a su compañero de retransmisión. Sus cabellos de miel, todavía mojados, y esos movimientos provocativos, la convierten en la locutora más deseada desde que “doblaron” Emmanuelle II. El pobre Hisopo bebe agua para calmarse un poco).
Maria Magdalena: … Efectivamente, es de hecho una imagen radiante, Hisopo, que convoca todo el sentido simbólico que encierra un día como el de hoy, en el que todo el Rebaño de Dios, aquí en presencia, así como en casa junto a la televisión, en católica y romana unidad, se agolpa entre estas columnatas del Maestro Bernini para rendir un emotivo homenaje a Sifilio VI, este hombre que entregó toda su vida en su incansable misión de apostolado. No en vano los fieles de todo el mundo lo apodaron cariñosamente “Sifilio number 13”… Hisopo…
(Magda sigue con sus contoneos, remedando los movimientos de una stripper, en cuanto deja a su compañero la iniciativa de la retransmisión).
Hisopo: Sí, Maria Magdalena…Y de hecho desde aquí podemos ver muchos jóvenes, y no tan jóvenes, vistiendo desenfadada y orgullosamente la camiseta con la efigie de Sifilio y el 13 a la espalda, testimoniando el papel de Sifilio VI como el decimotercero de los apóstoles. La Plaza de S. Pedro es una fiesta, señores…y TELEGOD está aquí para llevársela hasta sus hogares…
(Hisopo se esfuerza por no perder nada del impío espectáculo de Magda, y al mismo tiempo mantener un mínimo de concentración en la imagen televisiva. Su temperatura sube y desabrocha un botón de la parte superior de su pijama).
Maria Magdalena: Sí, Hisopo… Decíamos que, si bien es cierto que, a ras de suelo, podemos observar las innúmeras manifestaciones personales de cariño y fervor que el anterior padre de los católicos, Sifilio VI, supo despertar durante su perseverante peregrinación en esta tierra, es precisamente en estas imágenes cenitales (la voz se imposta con solemnidad) donde todo el significado y pujanza de la catolicidad pueden ser comprendidos en un solo golpe de vista…
(Mientras dibuja en el aire sus metáforas, Magda se tira al suelo, encarnando brevemente el papel de una sumisa esclava sexual. Utiliza el micro de forma incitante mientras habla las cosas más serias. Para empeorar la situación, la seguridad del cierre de su bata comienza a mostrar, ay, algunas brechas. Hisopo se empieza a morir de risa un poco, la verdad es que esta Magdita lo vuelve loco).
Hisopo: Tus palabras son un envoltorio, me atrevo a decir que perfecto para esta magnífica imagen, Maria Magdalena…
Maria Magdalena: …Sí, Hisopo, gracias… En realidad el mérito es todo de la magnífica realización de nuestros compañeros italianos, que pone de manifiesto toda la cuidada simbología de esta gran celebración: por un lado la epifanía del hombre común, erguido orgulloso y consolado en su finito horizonte temporal, gracias a su fé, y por otro lado esta otra dimensión eterna, representada en las prodigiosas vistas aéreas de la Basílica y su área envolvente, en las que cada individuo es forzado a recordar su insignificancia ante la imponencia de esta arquitectura y ante la magnificencia y ubicuidad de la Presencia Divina…
(Piensa Hisopo, sintiendo el comienzo de una protuberante erección dentro de su pijama: “Para simbologías, el Obelisco central de la plaza, ese que algunos paganos tildan de fálico”. Magda ha empezado a rozar lúbricamente su cuerpo precariamente vestido en la espalda de Hisopo, que se recompone como puede, se vuelve, admira a Magda semidesnuda, aspira el perfume de sus cabellos y, decidido, agarra su micrófono).
Hisopo: … Bueno, bueno, Maria Magdalena, corta ya con eso… A mí tanto helicóptero volando bajo me está poniendo un proverbial dolor de bocha, eso ya por no hablar de la que se iba a armar aquí si, en el medio de tanta cabriola aérea, se chocan dos de ellos y se precipitan aquí abajo encima del rebaño. Se iba a armar, propiamente hablando, la de Dios. Digo yo que podían tener más cuidado los de la curia…
Maria Magdalena: Jajaja, Hisopo, qué cosas tienes… Ni el Armageddon, hombre de Dios...
Hisopo: Sí, ya sólo les falta poner La Valquiria de Wagner a todo meter, y soltar unas rafaguitas de metralla para parecer la escena del napalm, en Apocalyse Now! Mira que asiáticos aquí no faltan... Igual quitan al viejete ese de la mitra y ponen a Marlon Brando…
(Hisopo, excitadísimo, se dispone a abandonar la grabación, y se va derechito para ella, pero Magda, con la bata de baño ya completamente abierta, le finta y continúa).
Maria Magdalena: … Atención señores, porque todos los ojos están ahora vueltos para la comitiva que avanza por la avenida, transportando al actual Pontífice Cilicio XVI, quien, en un sencillo gesto, ha querido prescindir del papamobile para sentirse más cerca del rebaño que con tanto acierto pastorea. El novio de la Iglesia avanza lentamente sobre un solemne coche negro, descapotable, flanqueado por no menos de ocho fornidos y rubicundos muchachos, elegidos entre los que no dudarían en interponerse entre el faro de la cristiandad y cualquier agresor malvado que decidiese hacer algo malo. Es una imagen que recuerda, en su campechana simplicidad, la entrada de Jesús en Jerusalén, sin ir más lejos. La muchedumbre aplaude fervorosamente. Cilicio parece un poco desencajado por el esfuerzo de portar la cruz en alto, aunque bien pudiera ser un efecto de la gracia divina, que le confiere un aire de serenidad extática fuera del alcance del común de los mortales… Magnífica la visión del Obelisco desde esta perspectiva, ¿no te parece, Hisopo?
(Magda alude ciertamente a la imagen televisiva, pero juega con la presencia de la erección de su compañero, antes apenas anunciada, pero ya una realidad difícil de ocultar en estos momentos. Magda la acaricia cariñosamente por fuera del pijama).
Hisopo: … Magnífica, sí, María Magdalena…Tal vez fantasea Cilicio, quien sabe, con ese ansiado momento futuro en que las gracias que hoy irán a recaer en su predecesor Sifilio se depositen finalmente sobre él, asegurándole una posteridad en el calendario santoral. En fin, quizá la gente se olvide de esos malintencionados rumores que le atribuyen una militancia en las juventudes nazis, así como alegados intentos de enterrar las evidencias de las prácticas pedófilas de sus compañeros de Iglesia… Mentiras burdas… Se lo dicen sus amigos de TELEGOD, que otra cosa no, pero a bien informados no nos gana nadie…
(Hisopo ya yace en el sofá, cual cordero próximo al sacrificio propiciatorio. La incorregiblemente lasciva Magda está haciendo todo lo posible por romperle la serenidad con la lentitud más exasperante, y no es que a él le desagrade lo más mínimo. La bata de baño fue abandonada hace rato en el suelo, así que, bueno, dejamos la escena para la imaginación del lector).
Hisopo: El automóvil pasa ahora junto al Obelisco… y frente a la tribuna presidencial… donde los dignatarios de la República Italiana… aplauden al paso del santo padre…
(Magda va desnudando lentamente a su hombre, como puede, en el sofá, aunque sin nunca descuidar sus labores informativas).
Maria Magdalena: En el centro de la tribuna figura Silvio Corleoni, Presidente de la República, quien en las últimas semanas ha sido centro de las atenciones por la acusación de perversión de menores que recae sobre él, entre otras setenta y pico de denuncias. Don Silvio se hace acompañar de una atractiva muchacha de formas turgentes y aspecto más bien pubescente. Muy mona, la verdad, si bien que no faltará quien pueda poner faltas a la decencia del atuendo que escogió para esta solemne ocasión. El ruido de los flashes se oye desde la Fontana di Trevi, y no parece que sea por el Papa, no…
(Se podrá pensar que cómo se puede hablar de decencia en el atuendo quien impúdicamente retransmite un evento de esta importancia vestida como Eva, pero aún sin el beneficio de la hoja de parra; pero es que Magda tiene una ética muy relajada para estos asuntos, e Hisopo, para qué negarlo, la adora así).
Hisopo: Ahí voy precisamente, Maria Magdalena, ahí voy…Y es que algunas se piensan que pueden, ostentando un escote más abierto o una falda más corta, impresionar al pastor de la Iglesia … ¿Pero es que no se dan cuenta de lo que no haya visto este hombre no lo ha visto nadie?
(La última frase de Hisopo sorprende a la Magdalena, que estalla en risas descontroladas. Hisopo aprovecha para acabar de (des)vestirse como Adán y abrazarla).
Maria Magdalena: La comitiva llega finalmente a la zona del altar, desde donde se celebrará el ritual de Beatificación de Sifilio VI. El coro de niños comienza a cantar.
(Música coral, imaginada, cantada por voces angelicales. Algunos primeros planos captan niños en concentrada actividad canora, imbuidos de una seriedad que sus cortas edades parecen querer negar).
Maria Magdalena: En fin, cada cual a lo suyo. La ceremonia de Beatificación… está a punto de comenzar. Vean como el incienso… purificador asciende para los cielos… en una bella metáfora… de lo que es la… oración… de los hombres... con Dios…
(En este punto, los ruidos provocados por la sensual liza de los locutores se sobreponen a los comentarios, y las palabras suenan entrecortadas entre los desvergonzados jadeos. Hisopo todavía acierta a ofrecer una salida airosa y coherente, lo que sorprende si nos atenemos a las operaciones que en estos momentos su linda compañera realiza en su sexo).
Hisopo: Sí, María Magdalena. La ceremonia está comenzando, y nosotros, con un respeto profundo, nos vamos a retirar dejándoles con la sola compañía de la palabra sagrada, que no necesita comentarios cuando es oída con espíritu puro. Estén atentos, que igual Cilicio dice algo en español, y se pueden enterar de algo, aunque no es probable. Buenos días, y desde aquí les emplazamos para la santificación del cardenal Berlusconccio, el próximo domingo a la misma hora si Dios quiere, y querrá, en TELEGOD.
(Ruidos de vasos que se caen, risas, golpes de micrófonos, finalmente desconectándose).
Los amigos protestaron airadamente después de ver el video montado:
“Jo, tíos… ¿por qué no dejasteis los micrófonos conectados hasta el final? ¡Tendría mucha más gracia…divina!”.
-¡Quite la cabeza de ahí, hombre! ¿Pero es que no se da cuenta, leche?
No está de más la admonición, visto que el tipo tiene su cabeza en medio de la vía del tren, a la salida de un túnel.
-¡Déjeme tranquilo, ostia ya! – grita el suicida, con tanta paciencia para los consejos ajenos como tiene para la vida – ¿Se cree que uno pone aquí la cabeza sin darse cuenta? ¡Hay que joderse!
- Oiga, oiga, no se me encabrite, que a mí, plín, si le pasa el Intercity por encima de esa cabezota de usted…
-Eso, pues váyase, por favor, y déjeme concluir lo que he comenzado.
- Qué teatral. Yo le preguntaba que si no se daba usted cuenta de que hoy hay huelga de maquinistas.
El señor se incorpora de su improvisado cadalso ferroviario, y se encara con su salvadora, con aire de quien ya no tiene fuerza para luchar contra nada.
-¿Huelga? ¡No me joda! ¡No puede ser! Pero si había visto el horario y todo, y era el que venía de Alicante para Albacete…
-Mi hijo es maquinista… Créame, estoy bien informada… Hay huelga, hoy y mañana.
- Mierda...
- Ya ve… Las cosas raramente salen como las pensamos. ¿No se ha dado cuenta que cuanto más grandilocuentes nos ponemos, más proclives somos a que la vida nos deje en ridículo?
- Pues sí, ahora que lo dice usted… eso no me es ajeno, no…
- Va a tener que pensar en otro método… Quizá menos dependiente de la creciente contestación social. ¿Le apetece sentarse conmigo, ahí junto al río, y vamos charlando mientras merendamos?
La mujer apunta a lo lejos, a unos doscientos metros, donde dejó su libro y su cesta de la merienda.
- Muchas gracias, es usted muy amable. No puedo decir que tenga nada muy urgente que hacer, excepto reincidir, así que acepto. Por hoy, me voy a dar un descanso. No me creerá, pero esto de suicidarse siempre le pone a uno un poco de los nervios.
- Me imagino, sí. Bien pensado. Perdóneme usted el humor negro, pero es que me estoy acordando de un chiste que tiene todo que ver con esta situación… Aunque tal vez le parezca inadecuado…
- Venga, cuente, que falta me hace reírme…
- Tiene razón. Bueno, pues ahí va… Iba un tipo por el campo, cuando ve un señor como usted, con la cabeza plantada en la vía del tren. El caminante le pregunta. “Pero hombre de dios, que hace usted ahí”, y el otro responde: “Ya ve, mi mujer me ha dejado”, a lo cual el primero contesta: “¡Pues ya le podía haber dejado en otro sitio, esa mala pécora!”.
Ambos se ríen con ganas. El suicida es que se parte en dos, vamos, se tira al suelo, se retuerce. Celebran su alegría una y otra vez, en arcadas convulsas de vida. Repiten a retazos, entre convulsiones, los parlamentos del chiste, lagrimeando. La mujer no le deja atrás. Ambos, es seguro, recordarán este momento para siempre.
-Ay… En verdad, se nota que le hacían falta unas risas a usted…
-Anda que usted no se queda corta...
Los dos continúan hacia la zona del río, donde se sientan en un mantel de picnic. Todavía se les oye reír, cansados. La mujer saca de su cesto un sándwich y un zumo fresco, que ofrece al hombre. En el momento en que ambos le meten el diente a sus meriendas, ven el Intercity de Albacete, saliendo del túnel de estampida, como un rebaño de bisontes. Imparable.
La masticación se detiene, los corazones se paran, hasta el río se detiene. El hombre tiene conciencia de que el tren, a su paso, se lleva un destino incumplido de sangre y huesos triturados.
Al hombre le da la risa floja. En un repentino flash, se imagina la escena sin la intervención de su benefactora.
- Qué bien miente usted. No sé si agradecerle más la mentira o este delicioso jamón de york, que me está sabiendo a gloria bendita. Su hijo es tan maquinista como yo profesor de literatura comparada, ¿no?
-La verdad es que sí que lo es, en realidad. Por eso se me ocurrió lo de la huelga, ya ve. Considéreme su angelesa de la guardia. Y favor que me hace con el sándwich, que yo no necesito tantas calorías.
- De nada. Si todo en la vida fuese tan fácil… Ande cuénteme otro de esos chistes que se sabe. Si es tan bueno como el de antes, hasta soy capaz de olvidarme del asunto del suicidio. Igual me mata usted de la risa, que siempre es más agradable. Y si le parece nos tuteamos.
- Pues claro. Estaba deseando. Y en cuanto a chistes se me viene a las mientes el de las siglas EAD. ¿Sabe de qué son?
- Pues así de repente, no caigo…
- Es de la Asociación de Disléxicos de España.
Vuelven a reír como locos. La mujer no sabe uno, sino muchos, y el hombre no le va a la zaga. El río les envuelve con su mansa frescura. La risa y el sol de la media tarde les calientan los corazones. La vida parece bonita. Todos los días son buenos, piensa la mujer, si todavía estamos de este lado de la hierba.
"Mile señola, yo placticando mi tai-chi no le hago mal a nadie, antes por el contlalio, así que déjeme tlanquilo o búsquese otla quelella, pelo a mí déjeme en paz, se lo luego", así lo suelta, sin quedarle otra, el monje budista, sin perder la com-postura.
"Ya, muy bonito el taichí y todo lo que quiera, pero me está arruinando el parterre, leche", y la jardinera erre que erre con el parterre, tírale al chino, rómpele los nervios al calvorota, que tipa jodida.
"Desde luego palece obvio que con usted no vale la pena intental-lo pol las buenas". El chino, que no es chino, sino tibetano, hace un esfuerzo por no enervarse, como le enseña su doctrina budista. Pero que esta señora es difícil, es difícil.
"Mire, señor chino o como quiera que se llame, a usted igual le daba hacer la postura esa que parece de perro haciendo pis dos metros más allá, y no me estropeaba mis flores, ¿no le parece?", la jardinera insiste, guerra al japo, muerde y no suelta, doberman contra pekinés.
El monje baraja varias posibilidades. Si cede y acepta cambiar de posición, pierde su alineamiento con el sol, y el feng shui del momento, así como la armonía universal se le escacharran completamente. Por otro lado, fácilmente podría abrir la caja de Pandora y reducir a la jardinera insolente con un cocktail de artes marciales. Finalmente, piensa en su maestro en el templo tibetano, y busca su consejo e inspiración en la distancia.
"Mile señola. Agladezca que haya mantenido mi plovelbial selenidad, polque si no a esta hola usted estalía yaciendo dololida soble su estúpido paltel-le, posiblemente más flactulada que la Falla de San Andlés".
"Ya, ya, mucho rollo con el respeto a los seres vivos, y la energía universal y tararí, pero en situaciones como estas se os ve el pelo a todos los chinitos", dice la jardinera, obviamente iniciando una escalada de tensión diplomática que ya no tiene vuelta atrás.
"A vel, señola, la glacia de que se me vea el pelo se la paso", dice el sabio de calva no menos proverbial, "pelo como me vuelva a llamal chino, le asegulo que no le dejo un hueso sano. Soy tibetano, ¿ya oyó hablal del Tibet, flolela de pacotilla?"
La jardinera, funcionaria de intelecto más bien primario, se hace consciente de haber abierto una brecha en su provocación al tocar finalmente un punto sensible del maestro oriental. Así, no se le ocurre nada mejor que hurgar en la herida:
"¡Ande, ande, pero si son todos iguales, leñe, para mí, todos chinos!".
Huelga decir, fueron sus últimas palabras, y no particularmente edificantes. Y es que personas así le rompen los huevos perdón le hacen perder la selenidad hasta a un monje budista, o díganme ustedes si no es veldad.
El señor mira golosamente
las flores, si bien con alguna melancolía, también.
"Si me permite que le diga, caballero", le dice la florista, "lo que usted necesita no son flores".
"Eso se lo dirá usted a todos, con tal de no
vender", dice el señor, "pero yo quiero, por no decir que vehementemente
necesito, dos gardenias".
"¡Bah, nunca oí nada tan estúpido! Mire, ya
vi miles de hombres con esa misma mirada borrega, fija en esas flores
edulcoradas y tontas. Lo último que usted necesita en el mundo son gardenias,
créame", retruca la
florista, arreglándose el pelo de forma distraídamente sensual.
El hombre secretamente se
delicia en los cabellos de la florista, en la imagen de su cuello desnudo, momentáneamente
ofrecido a su mirada. "Mire que no
sé dónde nos va a llevar esta conversación, aunque empiezo a creer que hay algo
de verdad en eso que me dice usted… Prosiga, se lo ruego", dice el hombre,
lustrándose con disimulo el zapato en su pantalón.
"Si quiere mi opinión, yo probaría antes con
un poema. A su pareja le gustará la poesía, digo yo…", dice Marguerite, entrecerrando sus ojos y
dibujando elegantemente con sus dedos una figura incierta en el aire.
"Nada de nada…. ¿Se cree que no he probado
ya?", contesta el señor
con aire fingidamente abatido.
"Uf, mal asunto... Esto puede parecer muy bonito
ahora, pero ¿ya se imaginó compartiendo toda su existencia con alguien que
menosprecia la poesía?", dice Margot, con una sonrisa teatral. Todo el espacio del Jardín del Edén es ahora un vergel donde
las palabras y los gestos juegan el viejo ritual de la seducción.
"Sí, es horrible, ahora que lo dice, una
vida sin metáforas... La mera idea me deja con escalofríos", y al decir la palabra
"escalofríos", el hombre imposta su mirada hacia ella de forma
veladamente sensual.
"Mire, no es por entrometerme, pero cierro
la tienda a las 19 horas. Si quiere, le puedo invitar a una vida sensacional, junto
a mí", dice Marga, autorrociándose
voluptuosamente con el frasquito pulverizador que usa para refrescar sus ramos
sedientos.
Ambos ríen, entre azorados y
vertiginosos. Ella aprovecha el momento para rociarle también a él un poquito,
como si fuese una brevísima lluvia fina, digamos una primera caricia.
"¿Y qué hora es, ahora, si no le importa que
le pregunte?" interroga el señor,
como ponderando la propuesta de la fragante muchacha.
"¿Qué más da la hora, hombre?... Mire, si me
dice que sí, cierro ya mismo... Total, si faltan 10 minutos... Mire, en
cualquier caso, olvídese de esas flores… Que no se las vendo, ea…", dice Margie, con una sonrisa de quien se sabe
vencedora.
"Usted es, sin duda, la florista más bonita
que nunca me vendió gardenias, literalmente", dice el hombre. "¿Puedo preguntarle su nombre, señorita?"
"Margarita. Gardenias, no le vendía ni
aunque fuese usted el mismísimo Antonio Machín… Eso sí, espero que me acepte
usted otro tipo de ofrendas…", responde ella, colgando el cartel de CERRADO, y
acto seguido besándole con bastante urgencia.
El doctor Catalepsio Máculas, siguiendo el ejemplo de
otros colegas de su ramo, no escatimó en gastos: el flamante acuario que su
consulta ostenta haría feliz al mismísimo Capitán Nemo. El acuario es de esos
grandes y suntuosos que se encuentran en las consultas de muchos psiquiatras.
La verdad sea dicha, a la pecera no le falta detalle, con su colorido
ecosistema, sus burbujitas y sutiles gorgoteos, sus plantas, corales, túneles y
escondrijos, sus tesoros y sus naufragios ya olvidados.
Váyase a saber por qué, se les supone – a los
acuarios, no a los psiquiatras – inductores de un efecto tranquilizador y
relajante en quienes los contemplan, nariz pegada al vidrio. Tal vez, especula
Máculas, sea porque dentro de sus cristales los acuarios encierran un
microcosmos de sueño, cuyo influjo nos hace retroceder a ese tiempo umbilical
en que vivíamos amnióticamente remojados, irresponsables, sin desvelos, todavía
sin conciencia de las asperezas de la vida ni de nuestra propia finitud. Y vean
si no es mala pata, justo cuando empezábamos a ser maestros consumados en
ese dolce far niente, llega la hora de nacer, la primera palmada en
el culo y el llanto, y a partir de ahí la cosa comienza a torcerse, como todo
el mundo sabe, o por lo menos intuye.
Piensa Catalepsio en algunos de sus pacientes, en los
angustiados, en los apesadumbrados crónicos, en los que no levantan cabeza. ¿De
dónde vienen tantos inexplicables complejos, tanta tristeza arraigada, tanto
perenne desasosiego? No de golpes, humillaciones o violaciones, en la mayoría
de los casos… Ni siquiera de vidas especialmente duras. No, no, el problema
debe estar antes, frecuentemente en ese túnel oscuro que desemboca
en la vida. Hay quien experimente un sufrimiento sobrehumano durante ese paso,
un padecimiento atroz que, por ser tan anterior a la memoria consciente y a la
experiencia verbal, nunca llegará a ser debidamente identificado, ni
eficazmente combatido. No puede sorprendernos, así, que se hable del trauma del
nacimiento, que debe ser semejante a lo que experimenta el pez fuera del agua:
un pánico a ese momento de tránsito, que se intuye irrespirable y fatal. E
incluso cuando se sobrevive, se nos queda el peso de ese miedo ciego y viscoso,
lastrándonos la existencia como una piedra atada al pie.
Habrá quien piense también, considera Máculas
regresando con la vista a su hermosa pecera, que la contemplación de los
pececitos puede disparar en nosotros alguna memoria biológica ancestral, que
nos recuerda que también nosotros (bueno, más bien nuestros tatarabuelos
cámbricos o devónicos) fuimos escamosos, escurridizos, y sobre todo, libres.
Claro que todo esto es palique y conjetura, y por ahí se quedará, vista la
dificultad de corroborar semejantes premisas de forma científica. Sea como
fuere, Catalepsio está exultante con su acuario, y ya ha comenzado a notar los
efectos benéficos de su flamante adquisición entre sus clientes.
A veces, sin embargo, las causas mejor intencionadas
pueden también producir los más perversos efectos, como veremos en el caso de
este nuevo paciente, el último de la tarde, de nombre Gregorio. Hoy, la
contemplación de este oceanito doméstico ha venido causando gran turbación al
bueno de Gregorio, desde el comienzo de la sesión.
Tras los saludos y galanterías iniciales, afables,
aunque más bien impersonales, el doctor Catalepsio ha pronunciado su
habitual “Siéntese, por favor. En seguida estoy con usted”. El nuevo paciente,
aparentemente tan pancho mientras el doctor Máculas se prepara parar rellenar
los datos personales de su ficha clínica, se arremanga con parsimonia, se
levanta, camina hacia el acuario y, subiéndose a una silla cercana, introduce
en él su brazo derecho, provocando, literalmente, una onda de alarma entre sus
escurridizos y exclusivos habitantes.
No, no es nada común que una relación psiquiatra/paciente
se inicie con una estampa como esta. Sin embargo, ahí lo tienen a Gregorio,
subido a la silla, con el brazo sumergido entre corales, el rostro inexpresivo,
mirando al médico y sin saber qué hacer. Verdaderamente, la instantánea se
parece más al fragmento deshilachado de un sueño que a una situación salida de
ese magma al que convencionalmente llamamos vida real.
El médico no había dado mayor importancia al hecho de
que su paciente se levantase, acostumbrado como está a la fascinación que la
colorida biodiversidad de su acuario ejerce sobre sus clientes, especialmente
durante la primera consulta. Pero tras oír un chapoteo inusual, levanta su
cabeza Catalepsio, para encontrar el insólito cuadro. Máculas, que a veces se
permite pensar que ya lo ha visto todo, abre mucho sus ojos y un poquito la
boca, y durante un instante se asemeja mucho a uno de los habitantes de su
lujosa pecera.
“¡Pero-hombre-por-favor, sáqueme esa manaza de ahí,
que todavía le va a provocar un infarto múltiple a mi exótica y valiosísima
población piscícola!”, vocifera Catalepsio, habituado a tratar a sus pacientes
sin miramientos, siempre que es necesario. Gregorio, sin embargo, permanece
estático, diríase pétreo, fosilizado como un trilobites. “¡Que le digo que
quite usted el brazo de ahí, recorcho! ¿Pero es que se cree usted que aquí se
viene a pescar, leñe?”
“Ya, ya, doctor, le ruego que me perdone, no sabe cómo
lo siento… No se preocupe con sus peces… lejos de mí la intención de hacerles
ningún daño… ¡Ay, qué vergüenza!”. A pesar de las disculpas, Gregorio no parece
hacer ningún esfuerzo por retirar su intempestiva zarpa del tanque. La verdad
es que intentar lo intenta, pero simplemente, no lo consigue. Se limita a mirar
su propia mano como si fuese ajena, a través del vidrio. Es como si necesitase
algo más que su mera voluntad para sacarla de allí.
Gregorio no tiene el aire de ser ningún agitador,
piensa Máculas, y parece genuinamente compungido: “Le reitero mis disculpas,
doctor… créame que este es un momento de lo más embarazoso para mí… pero le
ruego que repare en esta situación porque, a pesar de impropia,
inoportuna e indeseable, puede venir bien al caso para ilustrar in
loco mi patología. Verá… son precisamente comportamientos como éste
los que me traen a su consulta…”. Mientras habla, Gregorio contempla incrédulo
su manaza, grotescamente agigantada por el vidrio de aumento.
El pobre Catalepsio cierra los ojos y se cubre la cara
con las manos, intentando esconder de su cliente un pensamiento fatalista, casi
una imprecación, que le recorre la mente: “¿Pero por qué me tienen que
tocar a mí los tipos más raros, señor-bendito-dios-todopoderoso?… ¿Por qué a
mí?” Después abre los ojos, respira profundamente e intenta
recomponerse: “Espero vehementemente, señor…”
“Samsa, Gregorio Sams…”, intenta completar el otro
desde lo alto de la silla.
El nombre de su nuevo cliente le dice algo, pero
Máculas continúa: “… Señor Gregorio… Decía que espero, por lo menos, que se
haya lavado usted bien… ¿Sabe que algunas de las especies de ese acuario son
extremamente vulnerables, y no resisten la más mínima contaminación de su medio
acuático? Puede no parecerlo, pero ha ido a meter usted la mano en un pequeño
microhábitat donde no falta ni sobra nada… Ni se imagina el trabajo que me da
mantener a esos pececillos vivitos y coleando… Especialmente la familia
de carassius auratusraros, cuyo precio hace honor a su nombre, le
aseguro… Y ahora, si me hace el favor…”
“… Por ese lado no creo que deba preocuparse, doctor.
Soy un individuo anormalmente aséptico, higienizado, casi diría esterilizado…
Tanto es así, que esa involuntaria compulsión mía por la limpieza ya me ha
costado un matrimonio y varias amistades…”
“Vaya… Pues si no le importa que le diga, no me
extraña en absoluto, si tiene usted la costumbre de meter la mano en sitios tan
manifiestamente inapropiados como este… En fin… ¿me permite que le ayude?”.
Catalepsio se levanta, camina en dirección a Gregorio sin aparentar prisa, se
sube a otra silla, y ayuda suavemente a su paciente a retirar la mano de su
particular naufragio. En el futuro, juntos habrán de prorrumpir muchas veces en
estentóreas carcajadas al recordar esta escena.
Los peces les contemplan, seguramente aliviados. “Así,
muy bien… ¿Ve? ¡Ya está!”.
Psiquiatra y paciente se sonríen con franqueza. Al
menos, no puede decirse que este no sea un comienzo original, e incluso
prometedor, para una relación humana. Catalepsio le alcanza una toallita a
Gregorio.
“Ahora siéntese aquí tranquilo, olvídese de mis peces un rato, y
vamos a conversar, si le parece… sobre lo que le trae aquí”. El doctor echa una
ojeada furtiva a sus pececitos, intentando descubrir si ya habrá que lamentar
alguna baja, por contaminación de las hiperesterilizadas aguas.
“¿Usted cree que esto mío tendrá cura, doctor?”
“Hombre, antes de responder, tendremos que saber qué
es esto suyo, exactamente. ¿Por qué no empieza usted contándome por
qué ha decidido venir a mi consulta, y por qué cree que ha hecho lo que acaba
de hacer?”
“Verá, doctor… No querría que pensase que soy un freak…
Claro que tengo mis cosas, como todo el mundo, pero me considero un ser
corriente, vaya… Tengo un trabajo, me conduzco de forma normal la mayor parte
del tiempo; mi discurso creo que es coherente, y no dejo de ser consciente de
mis actos, incluso cuando ellos me colocan en este género de tesituras…”
“O sea que esto es un comportamiento
repetido… Aparte del peregrino episodio de hoy con mi pecera, ha tenido otros…
similares”.
“Pues mire, sí, doctor. Además, yo diría que es
compulsivo, porque no los puedo evitar, ya me vio usted. Meto la pata, la mano,
o lo que sea, y ahí la dejo hasta que alguien viene a sacarme del lío…”.
“Extraordinario…”
“Desde que entré y vi su pecera, sabía perfectamente
que no podría evitarlo. Y lo peor es que me doy cuenta de todo. Es a la vez
deliberado e inevitable… Ahora por ejemplo, me arremangué, me levanté, y metí
la mano ahí dentro. Tuve conciencia completa de todo, y a pesar de ser el
primero en querer salir de la situación, no conseguía sacar el brazo de allí…
Le agradezco de verdad su ayuda y comprensión… No sabe las vergüenzas que
paso…”
“Claro, claro, de nada. Vaya. Cuénteme más situaciones
de esas suyas, se lo ruego…”
“Pues mire, la semana pasada fue el colmo, y por eso
me decidí de una vez a pedir la consulta. Ya no me pasaba hacía varios meses.
Estaba tan ricamente en una marisquería de mi barrio, esperando mi comida con
una amiga, cuando de repente fui irresistiblemente atraído por el tanque donde
mantienen vivas a las langostas y los centollos, hasta la hora de la cocedura
final. Metí los dos brazos en el tanque… Menudos se pusieron los bichos… mire,
todavía tengo las marcas de las pinzas…”.
“¿Metió usted los brazos donde las langostas? Madre
mía… Encontraría usted graves dificultades para explicar a los empleados del
restaurante su extraño comportamiento, supongo…”
“Y que lo diga… Casi que en estas situaciones prefiero
no explicar nada, porque sólo empeora la cosa… No nos echaron porque ya
habíamos pedido la comida, y prefirieron dejarnos comer y pagar, pero me
miraban con mucho recelo, como si yo fuese un activista de la Liga
Revolucionaria para la Liberación de los Crustáceos… Pusieron a un
camarero allí plantado para custodiar los animalitos en caso de que me diese
por reincidir…”
“Caramba… ¿Y su amiga, como reaccionó?”
“Sin problema… Ella ya me conoce bien. Fue ella la que
ayudó a sosegar los ánimos…”
“Ya... O sea que todas estas situaciones tienen en
común una inmersión, al menos parcial, de sus extremidades, y siempre, por lo
que entiendo, en lugares flagrantemente inadecuados…”.
“Pues sí… y a veces ni siquiera puedo evitar meterme
de cuerpo entero…”
“¡Caramba! Una especie de compulsión acuática,
desenfrenada pero consciente… ¿Se acuerda usted cuando comenzaron estos
episodios?”
“Pues sí, mire, hace tres años, en un viaje a Roma con
mi exmujer… Acabé en el cuartel de la policía, por segunda vez en tres días...
después de meterme en la Fontana di Trevi, con ropa y todo”.
“¿En la Fontana di Trevi? ¿De verdad…?”
Catalepsio sonríe, y su mirada vuela, soñadora, en el tiempo. “Perdone… Es que
eso que me cuenta me hizo recordar a Anita Ekberg y su célebre escena con Marcello
Mastroianni, en La Dolce Vita… ¿No fue en esa misma fuente?” El
médico, todavía desorientado sobre la naturaleza de estas involuntarias
abluciones de Gregorio, decide continuar la conversación de modo informal,
intentando hacer acopio de datos que le puedan conducir a un diagnóstico.
“Es verdad,
¡qué bonita, doctor! ¡Una escena deliciosa…! Opino que esa fuente debería ser
rebautizada como Fontana di Anita e Marcello, ¿no le parece?
Puestos a ensalzar a los clásicos, ¿no son ellos más bellos y clásicos que
Afrodita, Neptuno y toda la corte del Olimpo, juntos?”
“Muy bien visto, sí señor. Le secundo completamente…
Cuente con mi firma para todo lo que tenga que ver con santificar a la Ekberg…
Considéreme, en ese aspecto, un activista combatiente…”
Gregorio sonríe gozoso, animado por la sintonía que
recibe de su médico, y también se deja llevar un poquito por el recuerdo.
“¡Ay…! Después de ver esa película, la señorita Ekberg formó parte de mis
sueños de adolescente durante años… Todavía hoy, alguna vez… Nunca me cansaré de
ver esa escena…”
Catalepsio ríe. “¡Cómo le comprendo, señor Gregorio!
Habrá pocas cosas más bellas en la historia del cine que esa escena de la fuente…
Y si se acuerda bien, ella llamaba a Mastroianni por su nombre real… Marcello, cuando
lo reclama para que se junte a ella en la fuente… ¡Ay, qué delicia, y si me lo
permite, qué momento inmortal de erotismo…!”
“¡Sí, sí… y cuando él entra y llega a la altura de
ella, Anita le pone unas gotitas de agua en la cabeza, como bautizándolo… solo
que es el más pagano, beodo y carnal de todos los bautismos…”
“¡Vaya que sí! Puestos a recibir sacramentos, yo
también me quedo con la Fontana y con la sacerdotisa Anita…
¡Qué maravilla!...”
“Vaya que sí, doctor…”
“Veo con regocijo que es usted un felliniano devoto…
Pues ya que sacamos a colación La Dolce Vita, me viene a la memoria
esta otra escena, también de Fellini… A ver si me adivina usted de qué
película…”. El reloj de la consulta para. Aquí sólo hay ya dos hombres-niños,
jugando.
“A ver, a ver, apuesto a que la acierto… El cine de
Fellini debe de ser la gran otra compulsión de mi vida…”, desafía Gregorio,
contento como un niño.
“Pues veamos… aquí la dama es bastante menos
sofisticada, aunque no menos voluptuosa que Anita, y hace alarde de una fachada
todavía más opulenta, pectoralmente hablando, la cual exterioriza
ostensiblemente, exhibiendo una lascivia rayana en la procacidad, en una escena
en la que inicia a un adolescente del pueblo en las andanzas sexuales…”
“¡Claro que sí…! Se refiere usted a la célebre escena de la estanquera lúbrica de Amarcord…! Maria
Antonietta Beluzzi, si la memoria no me falla…”. Gregorio está tan
entusiasmado, que parece haberse olvidado de sus acuáticos apremios.
“Sublime… El pobre muchacho casi se asfixiaba en medio de toda
aquella exuberancia… Después de una experiencia iniciática tan
efusiva, sólo restan dos caminos: el seminario o una deliciosa vida
de disolución... Espero que elragazzohaya optado por
esta última”.
“Estoy de acuerdo... Dentro de los óbitos por asfixia,
este sería uno de los más dulces, me atrevo a conjeturar… Asfixia por asfixia,
mejor sofocarse en medio de aquel busto magnífico y no en el ambiente santurrón
y opresivo de su familia y de su aldea, ¿no cree?”. Catalepsio ya visita con el
humor esos rincones de confianza que preludian las buenas amistades.
“Sin sombra de duda, doctor… Siempre me ha parecido
que una vida sin sus momentos de exceso, de exuberancia, de desafío, incluso de
grotesco, es como un regalo desaprovechado…”
“Y que lo diga, Gregorio…”
“… Eso es lo que yo creo que Marcello y Anita nos
enseñan desde esa Fontana bellísima¿no? Es el
abandonarse, el saber ver la belleza y fundirse a tiempo en ella, ser
parte de la fuente, como aquellos dos supieron ser, mientras todavía es de
noche y el agua brota de sus adentros… No dejar siempre que la compostura, la
llamada buena educación, se lleven siempre la mejor parte… Los
italianos entendieron siempre eso, me parece, y Fellini mejor que ninguno...”.
Gregorio sonríe, pícaro. “Vea si admiro a don Federico, que hasta llamé Fellini a
mi gatito…”
“Muy bueno… No podría pensar en un bautismo más
apropiado para un minino… Y déjeme decirle que subscribo todo lo que ha dicho
ahora mismo. Demuestra usted gran intuición y perspicacia como contemplador de
la belleza, y sospecho también, para los asuntos de la vida… Vamos, que tiene
usted más razón que un santo…”
“Me alegro de que esté usted de acuerdo, doctor… Y
ahora que habla de santos y santurrones... O sea, volviendo, si me lo permite,
a nuestro viaje a Roma y a mi involuntario baño público… después de mi
inmersión en la Fontana di Trevi, salir del cuartel fue complicado,
porque ya me habían fichado dos días antes en el Vaticano…”
“¿Fichado? Cielo santo… No me diga que ya había armado
otro escándalo en el Vaticano…”
“Pues sí… lo de la Fontanadi
Trevi vino dos días después de haber hecho lo mismo en una de las
fuentes de la Plaza de San Pedro, ahí delante de las pontificias narices del
mismísimo papa, literalmente. Imagínese, me dio por meterme en una de las
fuentes al lado del obelisco, y justo durante uno de esos mítines
multitudinarios que él hace desde el balcón, y al cual mi mujer insistió
vivamente en asistir, a pesar de mis muchas reticencias…
“¡Pero hombre de Dios…! ¡Con la Iglesia hemos topao…!”
Catalepsio ríe, anteviendo la escena. “¿Imitando a la Ekberg en el Vaticano,
también? ¿Pero es que no se arredra usted ante nada?”
“Ya ve… No se imagina el lío que se armó… Yo ya me
había metido, y no conseguía salir solito, ahí en pleno centro de la fuente… De
repente abrí los ojos y vi que estaba rodeado de veinte guardias suizos, lanzas
en ristre, gritándome que saliese de la fuente con las manos en la cabeza…
Poner las manos en la cabeza sí conseguí, con algún esfuerzo… pero salir de la
fuente sin ayuda, eso fue completamente imposible, como usted ya está en
condiciones de entender…”
“Pero ¿qué me dice? ¿En serio?” Catalepsio ya ha
perdido hace rato el porte doctoral, y no renuncia a la risa que se filtra,
cristalina, abierta, entre los placeres de la conversación.
“Y tan en serio… menudos eran… Fíjese que engañan los
tipos, vestidos así como alabarderos, y ociosos como están normalmente… parecen
soldados figurantes de un drama de Shakespeare, de esos que tienen como mucho
un parlamento cortito en tres horas de teatro… Pero cuando hay bronca, se ponen
brutos que parecen marines americanos o de esos de los cuerpos de intervención…
¡Qué bestias los tíos! Los debe entrenar la CIA, por lo menos… Con esas lanzas
apuntándome, llegué a pensar que iban a hacer una brocheta Il Bosco de
tamaño natural conmigo…”
Catalepsio ríe con ganas. Quiere dosificar la escena y
la risa, hacerlas durar. “¿Sabía que para ser guardias suizos deben ser suizos
de verdad, y además solteros y católicos…? Ah, y deben jurar que arriesgarán la
vida para defender la integridad del papa…”
“… Jesús bendito... Deben haber llegado a la
conclusión de que sólo en Suiza podrían encontrar gente tan aburrida. Es seguro
que tendrán graves problemas de reclutamiento… No consigo imaginar un perfil
personal más tedioso… Me gustaría leer el currículum vitae de
los nuevos candidatos… Debe ser un somnífero de lo más eficaz”.
“…Y sí, me consta que los entrenan en serio. Ya
leí en algún sitio que se saben manejar bastante bien con fusiles de asalto y
con explosivos, y son peritos en tácticas militares. Así que ya ve… Tiene usted
suerte de poder contarlo… Pero prosiga, por favor… hacía tiempo que no me reía
tanto…”
“Sí, sí, engañan los tipos... Uno mira para ellos, y
parece que solo piensan en queso y en relojes, pero luego mire... Bueno, el
caso es que al papa le mandaron parar el discurso, y lo metieron para dentro, a
cubierto de francotiradores. Deben haber pensado que yo era un loco turco matapapas,
y que quizá mi remojón podría ser una maniobra de distracción coordinada antes
de un atentado, o algo así…”
“Si Jesús hubiera tenido un cuerpo de seguridad así de
eficaz, mejor le hubiera ido con Poncio y demás romanos…”
“Ya le digo… Entretanto, los peregrinos, viéndose
súbitamente privados de tan esperado evento, se volvieron contra mí con saña de
cruzados del santo grial… Casi que me alegré de tener a los guardias alrededor…
¿Se imagina lo que es ser abucheado por media reserva espiritual de occidente?
Nada tranquilizador, le aseguro…”
“Terrible, supongo… Debe ser usted muy conocido en
Italia, después de todas estas algarabías…”
“Calle, calle… Mi imagen en remojo, a punto de ser
ensartado por los guardias suizos, debe estar en los videos de vacaciones de
más de tres mil japoneses. Pueden haberse quedado sin papa ese día, pero igual
tuvieron derecho a su espectáculo… Bueno, al final tuvieron que meterse cuatro
guardias suizos en la fuente para sacarme, a golpe de alabarda. No les gustó
nada tener que mojarse… El agua les debió arruinar el plisado primoroso de las
polainas... Por eso creo que me dieron el tratamiento que reservan para los
terroristas sarracenos: nariz en la piedra de la plaza, muchos gritos
intimidatorios, brazos atrás, bien retorciditos, alguna patada en los riñones
para que no se me ocurriera moverme… Después de ser prendido y esposado, lo
peor no fueron los abucheos indignadísimos de todo el orbe católico allí
concentrado, ni los espontáneos vivas al papa, por haber sobrevivido
heroicamente a lo que todos creían ser un nuevo ataque contra su vida… No, lo
peor fue la severísima mirada de mi mujer… Imagínese que el sueño de toda su
vida era estar allí, a escasos doscientos metros del papa, recibiendo de él
toda la gracia divina posible. Maria Angustias nunca me perdonó que yo
interrumpiese el discurso políglota y ulterior bendición general de Ratzinger…”
“Pero hombre, ¿no le explicó usted a su mujer que sus
inmersiones eran debidas a una compulsión involuntaria?
“Uff, usted no sabe lo difícil que es hacerse entender
delante de un católico ofuscado… Ella, que no convivía bien con mi escepticismo
natural, creyó que lo había hecho para reírme de ella y de sus creencias, y no
había manera de sacarla de ahí...”
“No, si ya… A veces, algunos católicos dejan mucho que
desear a la hora de ejercitar in loco esa comprensión y perdón que
con tanta fruición predican…”
“Y que lo diga doctor, qué bronca… E imagínese cuando,
como ya le he contado, dos días después, me pasó lo mismo en la Fontana
di Trevi, arruinando otro día de vacaciones… Me pusieron una multa que ni
le cuento… Nos quedamos sin dinero para pagar el hotel, y tuvimos que adelantar
el regreso… Menos mal que se metió la embajada para ayudar, que si no...
También sospecho que nos pagaron el billete para verse libres de nosotros lo
antes posible… El incidente en el Vaticano fue peliagudo de resolver… Hasta que
el embajador español consiguió convencerles de que yo no era miembro de ninguna
célula terrorista, sino un vulgar médico forense de Teruel… Bueno, resumiendo,
en el avión de vuelta, mi mujer ni me habló, pero parecía que ya tenía la
palabra DIVORCIO escrita en la frente…”.
“Vaya, lo siento de veras…”
“Pues mire, doctor, sí y no... A veces pienso que fue
mejor así, la verdad es que yo ya no aguantaba mucho más tanta mojigatería… La
idea de ir a Roma fue de ella, y el tiempo que allí estuvimos se nos fue todo
en ver iglesias y papas… Ya estaba negro yo, con la cantidad de cosas más
interesantes que hay por allí… Y ella, que no podíamos dejar de ver la
iglesia de san-no-sé-quién o la tumba de santa-no-sé-cuántas… Yo fui a todo
dócilmente, pero la verdad ya estaba hasta aquí de milagros y santitos ¿Sabe lo
que le quiero decir? Cuando, como es mi caso, no se cree en estas historias, es
difícil convivir con alguien cuya vida se fundamenta completamente en ellas…
Uno puede decir que respeta las creencias de los otros, pero
en el fondo, si soy completamente sincero, me estoy riendo de todo eso por lo
bajini, qué quiere que le diga…”
“Le comprendo, amigo Gregorio, le comprendo…”
“… Yo admito que lo mío con los remojones sea un poco
extraño, pero mire que creer en arcángeles anunciadores, madres vírgenes que
ascienden al cielo, o en la resurrección de los fiambres… eso sí que me parece
de locos, aquí entre nosotros…”
“Amén, Gregorio, amén… Yo también soy de los que creen
apenas en lo evidente, y se contentan con eso. Lo evidente ya es
suficientemente maravilloso ¿no?”
“Usted lo ha dicho, doctor, usted lo ha dicho… A mí se
me va la cabeza con lo evidente, como una buena puesta de sol… ¿Cuál es la
necesidad de pedirle peras al olmo?”
“En mi opinión, no es apenas el hecho de creer o no
creer… Además es que muchas actitudes que adoptamos en nuestras vidas giran en
torno al hecho de tener o no fe en algo ulterior… Hay quien se pase la vida sin
darse un único placer, sólo porque está esperando darse unajartá
cuando por fin llegue al cielo… Una actitud temerariamente anticientífica,
poco saludable, y bastante infeliz, en mi modesta opinión…”
“¡Exactamente…! Muchas personas así creen ser más
espirituales, aunque a mí lo que me parecen es eximios ejemplos de pobreza
de espíritu… Pues eso, que yo ya me estaba hartando de tanta
beatería”.
“¿Fue usted educado como católico, si me permite la
pregunta?”
“Pues sí, y de la forma más estricta… Pero debo tener
el escepticismo circulando por mis venas, porque, ya en la altura de la primera
comunión, me acuerdo que opuse seria resistencia… Y cuando llegó la confirmación,
ahí ya me planté y me salí del club, para gran dolor de mis padres y de la
única abuela que me quedaba viva, pobrecita…”
“O sea, empezó a pensar con su cabecita, y dejó de
comulgar, valga la expresión, con ruedas de molino… Muy interesante… Y dígame…
¿Hay alguna otra experiencia negativa relativa a su toma de postura vital en
esta materialista materia?
“Pues mire, sí… Me cuesta todavía hablar de ello, pero
en el colegio de curas donde me mandaron mis padres tuve… bueno… uno de los
padres abusó sexualmente de mí durante varios años… de los siete a los once,
creo… Ya sabe, se las arreglaban muy bien para hacernos sentir culpa y
vergüenza, así que nunca me atreví a decir nada, pensando que al final me la
cargaría yo… y la cosa siguió… Aquel cura era realmente asqueroso… Han pasado
treinta y pico años y créame, todavía le daría un buen repaso de hostias si se
me cruzase un día por la calle”.
“Natural. Hasta yo le daría, y no fue a mí a quien
violó… Cómo lo lamento, todo eso… Ni se imagina usted la cantidad de pacientes
que me cuentan historias parecidas… Gente destruída por dentro. Totalmente
fragmentada. Pero usted, por lo que me parece, sí que ha conseguido
levantar la cabeza y seguir caminando. Le felicito por ello... Muchos no llegan
a caminar erguidos nunca más, a pesar de la ayuda… Y no es sólo aquí, es
en tantos países… Irlanda, USA, Alemania, Bélgica… hasta Holanda…”
“Sí, leo mucho sobre eso. Pertenezco a una asociación
internacional de víctimas… Pero no se imagina cómo es de difícil desenmascarar
a esos degenerados… Se organizan bien y se encubren unos a otros con admirable
espíritu corporativo, comenzando por los que están más arriba…”
“Su amigo Ratzinger, sin ir más lejos…”
“El mismo que viste y encubre…”
“Mire, Gregorio…”
“Dígame…”
“… Voy a ser sincero con usted… Usted es un hombre
culto, dueño de una visión muy propia de la vida. No tengo ni idea de lo que
pueda ser ese problema suyo de chapotear en lugares inapropiados. Nunca oí nada
parecido..”.
“Ya…”
“… Podría decirle que lo suyo tiene que ver con una
aversión simbólica a la pila bautismal, provocada por un pasado traumático.
Podría sugerirle un tratamiento prolongado de cuarenta visitas o más y quedarme
con su dinero…”
“Ya veo… le sigo…”
“… Igual le fundamentaba en tres minutos que lo que
usted ha forjado inconscientemente en su psique es una especie de
escenificación pagana del sacramento, una descristianización si me entiende, en
la cual el efecto de inadecuación social genera fuerzas reactivas que intentan
bloquear el recuerdo consciente de los daños causados por ese cura baboso que
abusó de usted, de forma a que usted pueda funcionar más o menos normalmente…”
“Ya veo que no le falta labia, no…”
“… Podía llevarle a usted a visitar regresivamente
esas épocas de su vida… Pero la verdad es que ni yo tengo mucha fe en esas
explicaciones. Mire que no digo que no puedan ser ciertas… Quizá podríamos
sacar algo en claro, pero me da que lo más probable es que no. Me parece usted
una persona muy inteligente, y además me cae francamente bien…, así que mejor
preferiría no cobrarle esta visita…”
“Pero doctor, no puedo perm…”
“… e invitarle a una buena cena en un
restaurante cualquiera, uno que usted elija… Mejor que no sea ni una
marisquería ni un vivero de salmones, para que tengamos una cena tranquilita y
seca… Y ¿quién sabe? Charlando, charlando, ¿quién le dice a usted que no
encontramos la solución a sus chapoteos, sin buscarla? Tal vez pueda ser su
amigo, pero dudo que pueda ser su médico, muy sinceramente..."
“Pues acepto encantado, doctor… aunque eso de la
aversión al bautismo me sonaba requetebién… Yo también me lo estoy pasando pipa
charlando con usted. ¿Qué le parece un nuevo asador argentino que han abierto
aquí en la esquina, adecuadamente llamado La Tentación de la Carne?
Tiene una pinta estupenda… pero le aviso ya que la cuenta es mía… Es lo mínimo
que puedo hacer después de tanta amabilidad, y para compensarle a usted por el
susto que les he dado a sus pobres pececitos…”
“… Está bien, hombre de Dios, le acepto por esta vez… ¿Tentación
de la Carne, dice usted…? Pues no estoy yo con ganas de resistirme, no…
¡Vamos a eso!”
Salen de la consulta. Máculas se despide de la
enfermera hasta el lunes. La enfermera se extraña de ver paciente y doctor
salir al mismo tiempo, y además sin que el paciente haya satisfecho el importe
de la visita. Ya en el ascensor, Gregorio y Catalepsio se miran en silencio,
sintiendo ambos que están transponiendo los estrechos límites del consultorio,
y adentrándose en otro lugar, un espacio que ninguno de ellos conoce todavía.
Se sienten por breves segundos como peces fuera del agua, aunque también
reconfortados por la comunicación que acaban de compartir, y por el
vislumbre de una amistad bien posible.
Máculas rompe el silencio mientras se encaminan para
el asador. “¿Sabe? Ahora en serio, estoy pensando que ese problema suyo
desaparecía en un santiamén con una buena apostasía…”
“¿Qué quiere decir?”
“Pues eso, hombre… Usted, para las cuentas de su
estimado Ratzinger y su curia romana, sigue siendo parte de la gran familia
católica, ¿no?”
“Bueno, si se refiere a eso de ser bautizado, claro,
pero usando sus propias palabras, hace cuarenta años que no comulgo, ni con
hostias, ni con ruedas de molino…”
Entran y se sientan en una mesa al fondo, bastante
tranquila.
“Ya, ya. De todos modos, cuando hablo de apostatar, me
refiero al significado profundo de desvincularse formalmente de esta religión”
“Ah… No le sigo muy bien, ahora…”
“¿No le parece que hay algo de perverso en que alguien
que ha sufrido los efectos de una educación represiva, incluyendo abusos
sexuales, continúe formando parte del mismo organismo que le infligió el daño?”
“Pues ahora que lo dice…”
“Es como un judío superviviente de Auschwitz que
perteneciese a la Asociación de Amigos de
las SS…”
“Pues sí, la verdad…”
“De ahí la importancia de la apostasía, como un modo
de erradicar simbólicamente la conexión con su pasado católico… ¿comprende?”
“Creo que sí... Quiere decir pasar a ser oficialmente
una oveja descarriada, un infiel con título, oficio y beneficio… No crea, la
idea me agrada sobremanera..."
“Sí… aunque espero que apostatar obre en usted un
efecto más profundo, más allá de la mera oficialidad administrativa… Si le
parece bien, podemos comenzar por ahí…”
Las carnes y sus acompañamientos llegan, y los nuevos
amigos sucumben sin gran resistencia a las tentaciones que se despliegan en la
mesa. Juegan con las palabras "sucumbir", "suculencia", y
"súcubo", y con “apóstol” y “apóstata”, se extravían nuevamente en
sus carnales rememoraciones de Anita y Maria Antonietta. Liban repetidamente,
los vapores del Rioja los elevan, y aunque no pierden los papeles, dejan que
los placeres de la risa y el juego se hagan un buen nidito en sus espíritus.
Mañana Gregorio se dirigirá a su antigua parroquia, y
tramitará su apostasía con un párroco viejo y malhumorado, que le mirará con
desconfianza, y fingirá no entender nada de estos trámites del diablo. "No
se deja de ser hijo de Dios así como así, ¿qué se piensa?", le soltará el
cura, impaciente. Gregorio le explicará, paciente, que la Iglesia dejó hace
tiempo de ser el centro de la vida, y que ahora las personas tienen derechos
civiles, y muchas hasta piensan ellas solitas, sin ayuda de catecismos. En
suma, le explicará la legalidad, el proceso. El cura seguirá sin querer colaborar.
"Si usted prefiere, me pongo en la puerta del obispado a blasfemar con mis
amigos; le advierto que se nos da requetebién… Pero me parece que así, con el
formulario y la firma del obispo es mejor, como más civilizado ¿no? Usted
mismo".
El párroco le aceptará la documentación a
regañadientes, pero le despedirá con cajas destempladas, despotricando de la
ola de materialismo que lo envenena todo. Gregorio se preguntará si el clérigo
no tendrá también en su hoja de servicios algunos abusos a menores. Antes de
transpasar la puerta de la sacristía, pregunta Gregorio, de sopetón:
"Dígame, padre... ¿por casualidad conoce usted al padre Gonorreo, antiguo
profesor del Colegio de la Sagrada Porra, este de aquí al lado? Calculo que
debe tener su edad, más o menos... Le pregunto porque fue mi profesor, y me
gustaría hacerle una visita..." El cura presiente algo, y sólo responde
que el padre Gonorreo está jubilado y volvió a La Rioja con una tía suya, y que
no tiene su contacto. "Bueno, qué pena... Si alguna vez lo ve o le
escribe, dígale de mi parte que es un tarado y un sinvergüenza, ¿me hace usted
el favor? Él se acordará de mí, seguro... Claro, siempre que esa acentuada
tendencia para el onanismo compulsivo que le recuerdo no le haya secado el
bulbo raquídeo, acarreándole una amnesia galopante". Al salir de la
sacristía, contemplará Gregorio con ojos nuevos el altar, las imágenes, el
sagrario, y la pila bautismal. Respirará profundamente, como libre de un peso
antiguo.
Por la tarde, Catalepsio le llamará para invitarle a
cenar en su casa. Gregorio aceptará encantado, y llevará flores. Cenarán comida
italiana primorosamente cocinada por Catalepsio, sin faltar ni un detalle.
Juntos verán La Dolce Vita y Amarcord en el fantástico Home Cinema de Catalepsio. Ambos se
emocionarán una vez más, viendo pasear a Anita por la noche romana, con un
gatito pequeñito y lindísimo en la cabeza, mientras Marcello busca (y
encuentra) un vasito de leche por la vecindad, para alimentarlo. Cuando ella
exclama asombrada “Oh my goodness!”,
sostienen la respiración, porque ambos saben que en el fotograma siguiente
aparecerá la Fontana, así de sopetón, en toda su desnuda
monumentalidad.
Catalepsio parará la película justo ahí, y Gregorio
dirá “Es así de verdad, Roma… Uno va andando tan tranquilo, y de repente se da
de narices con la belleza al doblar cualquier esquina…”. Y Catalepsio
responderá, mirándole a los ojos, “Sí... Uno no sabe si Fellini humanizó la
fuente, o si monumentalizó a Anita… pero ciertamente hacen un bellísimo
conjunto...”. Y aunque ambos estarán con lágrimas en los ojos, no tendrán
ningún problema para continuar a bromear. “Pues yo me inclino por lo de que
humanizó la fuente, porque Anita ya estaba monumentalizada antes de hacer
el casting…”.
En el final de la velada, Catalepsio acompañará a
Gregorio hasta la calle, y allí le despedirá con un abrazo caluroso, en vez del
acostumbrado apretón de manos. Lo que Gregorio sentirá en esos instantes entre
los brazos de Catalepsio es difícil de definir, como también será difícil de
comprender para él mismo.
Ciertamente, se encontrarán nuevamente el domingo. Tal
vez ambos se sentirán, por primera vez en sus vidas, como peces en el agua.