“¿Pero cómo hemos podido envejecer tanto?”
Esta frase aparece en su mente, como un neón, y sin embargo el pensamiento no lleva en las alas ni una sombra de angustia. Nada más que una callada toma de conciencia, no totalmente desnuda de humor. Lentamente, el hombre dirige la mirada a su izquierda, la cabeza rotando en su eje oxidado como un planeta cansado.
Contempla al hombre con quien comparte el banco del parque. No necesita girar su cabeza completamente, apenas lo necesario para confirmar que su amigo está junto a él. No tiene la certeza de haber pronunciado la frase en voz alta, pero sabe que ese hombre a su lado le entiende de todos modos. Hasta sería capaz de pensar lo mismo que él en ese momento exacto. Así de próximos se sienten. No hablan mucho entre ellos, ni lo necesitan. Le basta sentirle la presencia al lado.
No tienen reloj porque no tienen tiempo. Sus espíritus vaguean por los árboles, caminos y fuentes como compadres mudos. Son dos bolsas de plástico arremolinadas por un viento amigo. Así proyectándose en el ancho espacio de la mente, van conociendo una libertad cuya existencia ignoraban.
El parque les protege y les envuelve. No se escuchan los ruidos de la ciudad, y eso ayuda al hombre en sus contemplaciones. El primer sol de la tarde calienta su corazón y le induce un manso letargo. A los ojos de cualquier paseante, podría no parecer más que un viejo que espera la muerte en una somnolencia vegetal. Sin embargo, esa quietud es apenas aparente. En un sigilo total, una corriente sutil de eventos ocupa el teatro de su alma. El hombre siente impetuosamente en estos días. A veces, se da cuenta de que siente como nunca antes sintiera en su larga vida. Hasta lo más insignificante es ahora registrado por sus sentidos fuera del remolino del tiempo.
Este sol templado, por ejemplo. El calor es ahora, “tan ahora”, piensa, y su mente se desliza un poco de lado. El deslizar convierte en eterno ese ahora, como si el calor ya no estuviese ligado a una fuente concreta, a un tiempo definido... “Si hubiese sabido esto antes…”, su mente articula sin remordimiento, antes de conectarse de nuevo al sentimiento de lo eterno. “Fuera del tiempo, no hay límite a lo que podemos sentir”. Y así la muerte le parece tan distante en el horizonte como siempre estuvo. Es así. Cuando matas el tiempo, cruzas los portones de lo eterno. Suena simple, y lo es. Es por eso que tardamos tanto tiempo en comprender: pasamos la vida esperando que todas las respuestas sean complicadas, y si no lo son, no las juzgamos válidas.
A veces, su mente es el teatro de relámpagos repentinos. Otras, piensa tal como un pastor que fuese coleccionando sus versos mientras camina. Su cerebro descansa largos períodos, durante los cuales siente todo. Intensamente. Su sentir es interior, emocionado, suyo. Y sin embargo, posee tal luminiscencia, tal claridad reveladora, que casi le abruma como una certeza que intuye universal. Dentro de sí, alberga jocosamente la idea de declararse apóstol, de pregonar a los vientos este evangelio de simplicidades, para que otros puedan aprovecharlo. “Un equilibrio tan perfecto”, piensa, sintiéndose microscópico y agradecido. Pero si lo hiciese, si se encarnase en el profeta de su propio sentir, sus “verdades” sonarían arcanas, y sería tomado por loco o alunado.
Así, lucidamente reprime el impulso de compartir los frutos nuevos de su alma vieja. Esboza una sonrisa sutilísima, y se la auto-dedica con un poquito de ironía. Sabe que su amigo camina por sendas similares, y por eso le ofrece una mirada tierna y comprensiva, que el otro recibe con un semblante apaciguado. “Más que suficiente”.
Entonces, súbitamente, algo aparece en su mente, como si alguien lo hubiese plantado sin aviso ni permiso en su deshilachado cerebro. Con frecuencia, estos retazos súbitos de pensamiento le llevan a una sensación inquietante y enajenada. “¿Soy yo? ¿Me estoy volviendo majareta? ¿Me desintegro? ¿Por qué pienso pensamientos tan… no míos… tan ajenos?”
Cada vez es más frecuente. Ese jardinero que no es él plantó en su espíritu perlas como ésta: “Sólo poseo verdaderamente aquello que ya perdí”. El hombre se delecta con su pensamiento, mientras el sentido le cala todas las rendijas de su ser. Nunca antes el hombre pensó nada remotamente parecido. Y sin embargo, suena tan cierto…
Lejos de sentirse angustiado, el hombre permanece sereno mientras va considerando estos sucesos. Sonríe otra vez. Parece que finalmente está dominando el arte de no tomarse demasiado en serio. Siente amor por sí mismo y por todas las personas y cosas que le rodean. Ese mismo amor le sirve para amar todo. La vida, piensa, está llena de callejones sin salida, así que, ¿para qué molestarse tanto? Todo lo que ya le confundió y lo angustió en el pasado es visto ahora con una lucidez infinita. Y no es que todas las piezas encajen ahora, perfectamente. Más bien es la conciencia de que las piezas no tienen que encajar. Las cosas suceden, simplemente. El hombre junta sus manos y las ahueca, y allí forma un refugio seguro para ese pequeño caos en que ahora va aprendiendo a reconocer el mundo.
Años atrás, el hombre tenía Memoria. Ahora es diferente. Apenas posee algunas memorias. Aquello a lo que llamó “pasado” ha ido perdiendo muchos de sus sentidos. El pasado es como un paisaje lunar devastado, un universo de fragmentos. Algunos de esos pedazos son como vidrios lacerantes, otros son cristales que reflejan las más bellas luces. Sin embargo, en vez de sentirse privado de su Historia, el hombre va coleccionando sus historias, mientras duran. Si su pasado se está disolviendo, al menos su presente crece como una flor silvestre. El Presente es para él más emoción que memoria. Se siente feliz de poder sentir tanto aún, en esta ancianidad que todo fragmenta y envilece. Acodado en sus ventanas de Presente, siente que nada más puede desear.
El hombre contempla el mundo cambiante que le circunda. La luz primera de la tarde arranca destellos de la tela que la araña fue hilando entre su banco y el arbusto cercano. Observa a la dueña esperando su presa, agazapada. En un relámpago, el tiempo vuelve a parar, y el hombre siente el orden inefable de las cosas, el insignificante y universal drama del predador y su presa, bajo la luz serena de este invierno terminal. Puede contemplar y comprender toda esa lógica natural, expuesta a su mirada: las ramas desnudas, los primeros capullos rosáceos como heraldos de la nueva estación... Y todo eso es mucho más que la repetida observación de hechos conocidos, esperados. El hombre es oyente emocionado de todo este diálogo sobrenatural que le rodea y que atraviesa su alma. La naturaleza, la vida, no son ya descripción, sino puro sentimiento.
Así, lucidamente reprime el impulso de compartir los frutos nuevos de su alma vieja. Esboza una sonrisa sutilísima, y se la auto-dedica con un poquito de ironía. Sabe que su amigo camina por sendas similares, y por eso le ofrece una mirada tierna y comprensiva, que el otro recibe con un semblante apaciguado. “Más que suficiente”.
Entonces, súbitamente, algo aparece en su mente, como si alguien lo hubiese plantado sin aviso ni permiso en su deshilachado cerebro. Con frecuencia, estos retazos súbitos de pensamiento le llevan a una sensación inquietante y enajenada. “¿Soy yo? ¿Me estoy volviendo majareta? ¿Me desintegro? ¿Por qué pienso pensamientos tan… no míos… tan ajenos?”
Cada vez es más frecuente. Ese jardinero que no es él plantó en su espíritu perlas como ésta: “Sólo poseo verdaderamente aquello que ya perdí”. El hombre se delecta con su pensamiento, mientras el sentido le cala todas las rendijas de su ser. Nunca antes el hombre pensó nada remotamente parecido. Y sin embargo, suena tan cierto…
Lejos de sentirse angustiado, el hombre permanece sereno mientras va considerando estos sucesos. Sonríe otra vez. Parece que finalmente está dominando el arte de no tomarse demasiado en serio. Siente amor por sí mismo y por todas las personas y cosas que le rodean. Ese mismo amor le sirve para amar todo. La vida, piensa, está llena de callejones sin salida, así que, ¿para qué molestarse tanto? Todo lo que ya le confundió y lo angustió en el pasado es visto ahora con una lucidez infinita. Y no es que todas las piezas encajen ahora, perfectamente. Más bien es la conciencia de que las piezas no tienen que encajar. Las cosas suceden, simplemente. El hombre junta sus manos y las ahueca, y allí forma un refugio seguro para ese pequeño caos en que ahora va aprendiendo a reconocer el mundo.
Años atrás, el hombre tenía Memoria. Ahora es diferente. Apenas posee algunas memorias. Aquello a lo que llamó “pasado” ha ido perdiendo muchos de sus sentidos. El pasado es como un paisaje lunar devastado, un universo de fragmentos. Algunos de esos pedazos son como vidrios lacerantes, otros son cristales que reflejan las más bellas luces. Sin embargo, en vez de sentirse privado de su Historia, el hombre va coleccionando sus historias, mientras duran. Si su pasado se está disolviendo, al menos su presente crece como una flor silvestre. El Presente es para él más emoción que memoria. Se siente feliz de poder sentir tanto aún, en esta ancianidad que todo fragmenta y envilece. Acodado en sus ventanas de Presente, siente que nada más puede desear.
El hombre contempla el mundo cambiante que le circunda. La luz primera de la tarde arranca destellos de la tela que la araña fue hilando entre su banco y el arbusto cercano. Observa a la dueña esperando su presa, agazapada. En un relámpago, el tiempo vuelve a parar, y el hombre siente el orden inefable de las cosas, el insignificante y universal drama del predador y su presa, bajo la luz serena de este invierno terminal. Puede contemplar y comprender toda esa lógica natural, expuesta a su mirada: las ramas desnudas, los primeros capullos rosáceos como heraldos de la nueva estación... Y todo eso es mucho más que la repetida observación de hechos conocidos, esperados. El hombre es oyente emocionado de todo este diálogo sobrenatural que le rodea y que atraviesa su alma. La naturaleza, la vida, no son ya descripción, sino puro sentimiento.
La tarde comienza a enfriarse, pero el calor eterno que ha recibido le hace sentirse renovado. La gratitud reverbera a través de su espíritu radiante. Volviéndose hacia su amigo, su mano alcanza la cara del otro hombre, que se vuelve hacia él. Sus ojos minúsculos se fijan en el amigo con un afecto desmayado, pero su mano ejecuta delicadamente lo que parece ser una caricia deliberada. Los dedos se deslizan por cada arruga, leen los destinos dibujados en el rostro de su amigo, tal vez ya cumplidos y olvidados.
Este ritual marca el fin de la jornada. Ambos se levantan y se preparan para regresar al tiempo. Por eso en las horas siguientes irán muriendo un poquito más. Mañana, si el clima lo permite, acudirán a su banco del parque para matar de nuevo al tiempo, para rogar en silencio a la primavera la dádiva de una célere llegada, que les consienta todavía una última ocasión de florecer.
Este ritual marca el fin de la jornada. Ambos se levantan y se preparan para regresar al tiempo. Por eso en las horas siguientes irán muriendo un poquito más. Mañana, si el clima lo permite, acudirán a su banco del parque para matar de nuevo al tiempo, para rogar en silencio a la primavera la dádiva de una célere llegada, que les consienta todavía una última ocasión de florecer.
Sándalo Naranja
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