"Mile señola, yo placticando mi tai-chi no le hago mal a nadie, antes por el contlalio, así que déjeme tlanquilo o búsquese otla quelella, pelo a mí déjeme en paz, se lo luego", así lo suelta, sin quedarle otra, el monje budista, sin perder la com-postura.
"Ya, muy bonito el taichí y todo lo que quiera, pero me está arruinando el parterre, leche", y la jardinera erre que erre con el parterre, tírale al chino, rómpele los nervios al calvorota, que tipa jodida.
"Desde luego palece obvio que con usted no vale la pena intental-lo pol las buenas". El chino, que no es chino, sino tibetano, hace un esfuerzo por no enervarse, como le enseña su doctrina budista. Pero que esta señora es difícil, es difícil.
"Mire, señor chino o como quiera que se llame, a usted igual le daba hacer la postura esa que parece de perro haciendo pis dos metros más allá, y no me estropeaba mis flores, ¿no le parece?", la jardinera insiste, guerra al japo, muerde y no suelta, doberman contra pekinés.
El monje baraja varias posibilidades. Si cede y acepta cambiar de posición, pierde su alineamiento con el sol, y el feng shui del momento, así como la armonía universal se le escacharran completamente. Por otro lado, fácilmente podría abrir la caja de Pandora y reducir a la jardinera insolente con un cocktail de artes marciales. Finalmente, piensa en su maestro en el templo tibetano, y busca su consejo e inspiración en la distancia.
"Mile señola. Agladezca que haya mantenido mi plovelbial selenidad, polque si no a esta hola usted estalía yaciendo dololida soble su estúpido paltel-le, posiblemente más flactulada que la Falla de San Andlés".
"Ya, ya, mucho rollo con el respeto a los seres vivos, y la energía universal y tararí, pero en situaciones como estas se os ve el pelo a todos los chinitos", dice la jardinera, obviamente iniciando una escalada de tensión diplomática que ya no tiene vuelta atrás.
"A vel, señola, la glacia de que se me vea el pelo se la paso", dice el sabio de calva no menos proverbial, "pelo como me vuelva a llamal chino, le asegulo que no le dejo un hueso sano. Soy tibetano, ¿ya oyó hablal del Tibet, flolela de pacotilla?"
La jardinera, funcionaria de intelecto más bien primario, se hace consciente de haber abierto una brecha en su provocación al tocar finalmente un punto sensible del maestro oriental. Así, no se le ocurre nada mejor que hurgar en la herida:
"¡Ande, ande, pero si son todos iguales, leñe, para mí, todos chinos!".
Huelga decir, fueron sus últimas palabras, y no particularmente edificantes. Y es que personas así le rompen los huevos perdón le hacen perder la selenidad hasta a un monje budista, o díganme ustedes si no es veldad.
Sándalo Nalanja
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