“Bienvenidos a todos, apreciados compañeros y consejeros.
Declaro abierta la III Asamblea Anual de la Agrupación
Filarmonico-Recreativa La Pentatónica (AFRLP). Quiero anunciar
que los nuevos miembros de nuestro Consejo de Administración y el nuevo
programador artístico no pudieron estar presentes todavía, pero la reunión está
siendo transmitida por teleconferencia para Atlanta, Georgia, USA”.
Habló el Presidente y miembro fundador, Fulgencio
Flügelhorn, tocador de fliscorno, y también dueño de unas capacidades musicales
edificadas sobre una ausencia total y absoluta de talento artístico.
Todos se reúnen en torno a una mesa oval, enorme. Este nuevo y lujoso espacio ostenta un design moderno y eficiente, que recuerda al de un consejo ejecutivo del Fondo Monetario Internacional, o afín. En las paredes y del techo cuelgan varias pinturas y esculturas, representando extrañas figuras que combinan un ambiente religioso o místico con un cierto surrealismo. En todos aparecen diversas versiones de una especie de figura suspensa, magrittiana, que se asemeja, vean bien, a dos albóndigas pinchadas con un tenedor, unidas con unas cintas que bien podrían ser espagueti.
“Como sin duda recibieron en la convocatoria, en
el orden del día tenemos algunos temas que conviene tratar con cierta
celeridad…”
“… Sí, mejor, antes de que ocurra una
desgracia peor…”, irrumpe Mrs. Mirna
Cramps, oboísta decana, aunque nada egregia, de la AFRLP, quitándose
dramáticamente las gafas oscuras. “Ya es la tercera vez que al timbalero McMallet
se le escapa una baqueta en el final del Príncipe Igor, y adivinen a
dónde va a parar siempre… Este tipo parece que apunta para mí adrede”. La
oboísta señala su ojo con la mano, y el moratón es obvio. “Estoy de las Danzas
Polovtsianas hasta los mismísimos ovarios. Mis vecinos se deben pensar que
mi marido me da de hostias. ¿No puede alguien atarle las baquetas a las manos
con un alambrito a ese virtuoso del timbal, leches?”
“Qué paciencia hay que tener… Mire, señora”, le
replica el aludido McMallet. “Ya le expliqué que tengo un problema de exceso de
sudoración manual, que a veces provoca que se me resbalen las cosas… Ya le pedí
disculpas, ¿qué más quiere?” Añade “vieja
zorra, la próxima vez te acierto en el otro ojo”, pero en sotto
voce, de forma que apenas es oído por el resto de la sección de percusión,
que asiente solidariamente, con admirable sentido corporativo. El timbalero
escocés, que sufre también de una miopía inclemente, envía una mirada de odio
hacia el lugar de donde proviene la voz de Miss Cramp. “Ya pedí a la tesorería
que me subvencionase una crema especial antitranspirante para las manos,
fabricada en Nueva Zelanda, pero, como ya es costumbre, ni se dignaron a
contestarme. Para otras cosas sí que hay dinero…”.
“… Sí, hombre, para cremitas gratis estamos…
entonces a mí que me paguen también la vaselina, no te fastidia…”, se mofa para
los vecinos Anselmo Briones, el argentinísimo ayudante del concertino, de
ademán cadencioso y cabellos primorosamente encenagados en brillantina. Anselmo
se levanta un poco de su silla, y remeda estilizadamente con su dedo índice el
cotidiano gesto de untarse su trasero con crema lubricante.
Miss Cramps, molesta por la conversación
entrecruzada que le roba protagonismo a su reclamación, se levanta de la silla,
y vuelve a interpelar con dedo alzado al timbalero de sus pesadillas: “Le aviso
ya, McMallet: como vuelva usted a acertarme con la baqueta, le juro que le
introduzco mi instrumento, y con mucha pena mía, créame, porque quedará
inservible, por el mismísimo orificio del…”
“¡Señores, por favor!” Flügelhorn, ducho en estas
lides, ataja este primer conato de reyerta, y empieza a sudar copiosamente él
mismo, ante la perspectiva de tener que pacificar a sus huestes una vez más.
“Jesús bendito, ya estamos así, y esto apenas comenzó…”, piensa abatido. A
veces se pregunta Flügelhorn a quién se le ocurrió que ‘filarmónica’ era
una buena denominación para esta asociación. ‘Filobélica’ tal vez, pero ¿’filarmónica’
?
“Estamos aquí para discutir e intentar dar
solución a nuestros problemas, pero les ruego que expongan sus asuntos sin
perder la elevación y el decoro que debemos al alto nombre que nuestra querida
institución encarna y merec…”
“…Bueno, bueno… Yo puedo admitir, eso sí, que el
relieve algo escarpado del oboe no hace de él un objeto particularmente
apropiado para este tipo de utilización; lo que no veo por qué la acción de
introducir o introducirse objetos por el trasero tiene necesariamente que ser
connotada con falta de elevación y decoro, siempre y cuando la actividad sea
llevada a cabo dentro de un contexto privado, de respeto y, parti-CULAR-mente,
de previo consenso de todas las partes”, argumenta, y bien, la arpista
Guillermina Waterlily, colocando un retintín en las sílabas “cu-lar” para
que nadie se pierda la gracia. Guillermina es bastante libertina, y no hace
nada por ocultarlo. La arpista representa el ala más radical y disolvente de la
AFRLP, y es conocida por sus actitudes provocativas y por un gusto nada
disimulado por la música atonal. Si le aguantan su pose excéntrica es porque
toca el arpa como los mismísimos ángeles, si no de qué.
“Francamente, corríjanme si me equivoco, pero
creo que no estamos aquí para discutir los aspectos éticos de la sodomización
en contextos de fetichismo y punición”. Ahora fue el trompista suizo, Hans
Floppenmaier, cuyos bigotes superlativos y cuerpo musculado son frecuentemente
objeto de deseo no confesado entre varias damas de la orquesta. Las cuales, por
cierto, se apresuran a comunicar a Hans su acuerdo con sonrisas, pestañeos,
saluditos de mano a distancia y coqueteos varios.
“Pues ya que empezaron las quejas, a ver si
alguien le dice al segundo clarinete si puede afinar un poco mejor… Me está
volviendo loca”. Quien se lamenta es Gloria Hapen, violoncelista quasimódica,
de tronco añoso y retorcido. La delgadez de Miss Hapen (o misshapen, como algunos la llaman en tono de burla) podría
describirse como dolorosamente limítrofe con la anorexia aguda.
El bueno de Pavel, no se inmuta ante la acusación
pública y consecuente escarnio, y responde sonriendo: “Señora Hapen, yo afinar
ya intento… Pero comprenda, llevo 30 años soportando toda la trompetería del
juicio final soplando desde atrás, directamente en mis pabellones auriculares,
y eso deja marcas, quieras que no. Hasta padezco insomnio agudo, oiga. Cuando
el silencio es total, por la noche, yo no dejo de oír todas las trompetas que
derribaron los muros de Jericó tocando aquí dentro de mi pobre cabecita. Por lo
menos ahí son considerados y ponen la sordina, afortunadamente, si no ya me
hubiera vuelto majareta. Así que comprenda usted, por favor, que la afinación
sea la última de mis preocupaciones en esta fase de mi vida”. Miss Hapen
escucha el discurso con cara de no poder creerse lo que está oyendo.
Flügelhorn suda y no para de sudar. Intenta
mantener la paz, llevando la conversación por otros derroteros.
“Bien. Como saben, queridos miembros, durante los
dos últimos años nuestra asociación ha venido a crecer mucho, por efecto de las
acertadas y oportunísimas inversiones que un grupo de mecenas anónimos realizó
durante los últimos años en algunos países de economías emergentes. Recuerdo a
los consejeros que inicialmente, esas inversiones tuvieron como consecuencia la
compra de varios instrumentos y otros equipamientos necesarios para nuestra
actividad. En una segunda fase, la generosísima contribución de nuestros
mecenas permitió la contratación de varios instrumentistas internacionales de
primera línea, gracias a los cuales La Pentatónica ha podido
dar el salto definitivo hacia la profesionalidad, abrazando repertorios hasta
ahora inaccesibles para nosotros. Como resultado de ese crecimiento, aquella
asociación local y, me atrevo a decir, familiar, que era La Pentatónica en
sus inicios, ha experimentado, ciertamente, algunos cambios, me atrevo a decir
que todos para mejor…”
“¡Algunos cambios, dice…!”. La portavoz del grupo
de violines segundos, Andrea Loopings, alza su dedo y cuestiona desafiante:
“Aquí están pasando cosas bien raras, Flügel. Nada nos agradaría más que ser
informados con la mayor transparencia sobre la exacta procedencia y naturaleza
de esas inversiones”. El pedido de Loopings es secundado por una ola general de
aprobación.
“Bueno, bien, como ya dije en su día, este grupo
de benefactores prefirió ofrecer su generosa ayuda tras una humilde cortina de
discreción, gesto que, en mi opinión, ennoblece doblemente su loable acción…”,
Flügelhorn intenta esquivar la situación como puede. Piensa en los mecenas en
Atlanta, asistiendo a distancia a este espectáculo. Intenta anticipar lo que
estarán pensando de esta insurrección.
“Sí, Flügel, lo que tú quieras… Fue bueno cuando
empezó a entrar dinero para comprar instrumentos, pero admite que ahora esta
historia del altar en medio del auditorio es muy fuerte… Ya ni cabemos en el
escenario, por amor de dios, y ya no podemos quedarnos a estudiar los domingos
porque los tipos tienen esas celebraciones raras”. Ahora es el primer flauta
quien habla. “Antes teníamos los salones y el auditorio para nosotros, pero
ahora esto está siempre lleno con los del tabernáculo ese”.
“Eso para no hablar de esos cuadritos y
esculturas que han colgado por todos lados. Hasta dan escalofríos…”, reporta
Nelson Meistersinger, corno inglés. Corno inglés es su instrumento, Nelson es
brasileño.
“Ni me hables, qué tipos tarados, parece que les
han lavado el cerebro con Persil”, redunda Guillermina Waterlily. “¿Y era
necesario tapar casi nuestro cartel de La Pentatónica con ese
neón del Tabernáculo de los Pastafaristas de los Últimos Días?”
Flügel está cercado. Comienza a entender que él
solito no podrá detener el maelström
que se ha liado en su querida orquesta. Y además no para de sudar. “Señores,
les recuerdo que estas personas de quienes están hablando con tanta ligereza a)
nos están escuchando en directo por teleconferencia, desde Atlanta, y b) son
los artífices del resurgir de nuestra asociación, con sus generosas contribuc…”
“… Cuidadito que esos locos cualquier día nos
montan aquí un suicidio colectivo de esos, y ya la hemos liado”, interrumpe sin
contemplaciones Winston Naranjo, el trombonista venezolano, más notado por su
abominable tolerancia a las guindillas más salvajes del Caribe que por la
melosidad del sonido de su trombón.
Loopings vuelve a la carga. “A ver señores,
especular y hacer chistecitos no va a resolver nada. Yo he estado haciendo un
poco de investigación en Google, así que les puedo contar lo que el ínclito Flügel
está tratando de ocultarnos desde el principio… ¡Esto es muy serio, señores!”
Flügel qué puede hacer ya. Mira para la mesa y se
deja vencer por la marea que avanza, por el motín que se le viene. Mierda.
“Pues miren que
estos pastafaristas defienden nada menos que esto: el verdadero creador del mundo
es, y paso a citar, el Monstruo del Espagueti Volador, MONESVOL,
y proclaman haber sido tocados por su apéndice tallarinesco, como
lo oyen y sin cambiar una coma. A mí personalmente, esta gente me parece un
pelín metafreak, y no me deja muy
tranquila tener que cruzarme con ellos todos los días, la verdad. No les digo
más que los tipos dicen que el tal MONESVOL tiene la forma de dos
albóndigas rodeadas de varios espaguetis, y se quedan místicamente tan
frescos”.
“Creo que deberíamos
tener más respeto por los credos de otras personas, que son tan respetables
como los nuestros”, interrumpe Kevin Moses, trombonista de Utah. Nadie sabe
nada de nada de la vida privada de este rubio y rubicundo muchacho, aunque ya
se le ha visto charlar animadamente con varios miembros del tabernáculo, y
enfrascado en la lectura de coloridos panfletos, durante los intervalos de los
ensayos.
“Anda y cállate, Moisés - mira que es raro este
tío…! Yo diría que ya te has hecho socio del tabernáculo de la frikipasta,
Kevincito”, ataca y acusa Franz Doppleganger, que toca tan bien el violín como
la viola, o sea, bastante mal ambos. “Lo que deberíamos hacer es llamar ya a la
policía, antes de que esos locos nos ahoguen en salsa boloñesa, o nos
estrangulen con tallarines reforzados sin gluten”. La asamblea irrumpe en
estentóreas carcajadas. Kevincito traga saliva y desvía la mirada.
“¡Ya estamos otra
vez con los chistes…! ¡Dejen terminar a quien por lo menos tuvo la preocupación
de hacer los deberes!” Loopings retoma la lidia política. “Parece que el tal
monstruo tiene un nombre, pero resulta que es tan hermoso e
impronunciable que fulmina no sólo a quien lo pronuncie, sino a
todo el que esté en un radio de 6,0534 Km. Vean la exactitud, esta gente no
calcula a ojo, no. ¡Ah! Y si alguien intenta escribir o mecanografiar
el nombre, ese radio se duplica, así que nadie se pase de listo, ¿eh?”
“Mira, Loopings, no
te hagas tú ahora la graciosa, a ver si la vamos a liar y ese dios se enfada
con nosotros… Y además con la de instrumentos que compramos con su dinero… A mí
me da igual que adoren albóndigas si siguen soltando guita…”. Las voces se
suceden. Todos quieren opinar y la sala es ahora una especie de cacosinfonía
para 80 voces histéricamente contrapunteadas. La Pentatónica se
ha convertido en una nueva Torre de Babel, o en el sueño de André Breton,
ustedes escojan, amables lectores.
Loopings intenta
continuar, elevando su voz, pero el cacareo en simultáneo de los asistentes
envuelve sus palabras, que ya nadie escucha con atención: “El símbolo
principal del es una cruz con un tenedor en el centro. Representan
el Génesis por un dibujo con el MONESVOL, una montaña, cuatro árboles y un
enano... Hagan silencio, por favor…”
Flügelhorn aprovecha
el desorden total para desconectar la teleconferencia, y se escabulle de la
sala. Estas reuniones, decididamente, no le sientan nada bien a su psique. Sale
del tabernáculo, cruza la calle y se sienta en un banco del jardín próximo. Él
solo trató de conseguir lo mejor para La Pentatónica, y así le
pagan esos desgraciados. Allí sentado, en íntimo concilio consigo mismo, toma
la decisión de presentar su dimisión irrevocable como Presidente de La
Pentatónica. “Que esos ácratas del infierno se organicen como quieran”,
piensa. “Yo, finalmente, voy a poder dedicarme a mi gran pasión, el fliscorno”.
Se seca el sudor, sintiéndose liberado de una pesada carga. Allí decide quedarse
un rato, sintiendo la brisa fresquita en la frente, y gozando con la
perspectiva de su nueva libertad.
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