– Buenas, cantinero. Permítame que me presente:
soy el mismísimo Tristan Tzara, el padre y la tía, respectivamente, del
Dadaísmo, así con mayúscula y todo. Haga el favor de ponerme dos vinos.
– El viejo truco del desdoblamiento, ¿no?
Dice que usted es dos para poder
beber más sin sufrir el ostracismo social… – dice el cantinero –
A quién se cree que engañará, este borrachín nihilista…
– Ponga los vinos, leche, y resérvese sus
opiniones, que usted no tiene jurisdicción sobre mi hígado, que yo sepa…
– No, en eso lleva usted razón... Pero si me
permite el comentario, señor Tzara, si hay algo que siempre me ha repugnado del
Dadaísmo, es esa saña iconoclasta, esa necesidad compulsiva de destruir las
cosas bellas, de romper con todo antes de hacer nada. Esa imagen del Louvre
ardiendo me produce escalofríos…
– Ah, veo que es usted un cantinero ilustrado y
lúcido, si bien su discurso apesta un poco a rancio reaccionarismo… De todas
maneras, así ya da gusto… Perdóneme por mi anterior intento de reducirle al
silencio. Le tomé por un vulgar mesonero de lengua larga. ¿Dónde
estábamos?
– Lo del Louvre.
– Ah, sí, el Louvre. Pues precisamente esa es la
gracia, hombre, la tabula rasa, acabar con todo, volver al punto
cero, a lo primigenio… Le admito, sí, que el Louvre tenga cosas bonitas, es
evidente que las tiene. Pero a mí me mola más, por ejemplo, La
Consagración de la Primavera, de mi buen amigo Igor Stravinsky… El día que
estrenó su ballet, los retrógrados casi le tiran el teatro encima al pobre,
pero la verdad es que al espectáculo no le faltaba de nada… Sus ritos salvajes,
sus ritmos bárbaros, sus vírgenes sacrificadas, su destrucción y posterior
florecimiento… Además, Igor me presentó al final a una bailarina que me está
consumiendo vivo, ni le cuento las coreografías que la muchacha ensaya conmigo
en la cama… En fin, volviendo a Le Sacre du Printemps, sólo
faltó eviscerar bien eviscerados a todos los carcamales reaccionarios que
abucheaban al final… Hubiera sido un final de espectáculo apropiadamente
sangriento y perfecto.
– Anda que no es bruto usted, don Tristán…
– Bruto no, salvaje. Pero llámeme como quiera… Lo a
gusto que me quedaría no me lo quitaba nadie... Mire, volviendo a lo del
Louvre en llamas, también a mí la idea me produce escalofríos, no se crea,
claro que por otras razones… Y no excluyo la posibilidad de concretar el atroz
acto pirómano algún día… Estoy ahora, precisamente, en conversaciones con unos grupos
de fanáticos, acérrimos enemigos del occidente, que quizá accederían a
perpetrar la cosa a cambio de un poco de publicidad. Por mí, que se queden con
todo el protagonismo, no me interesa reivindicar nada. Me contento con
contemplar el espectáculo, mezclado entre el populacho. Sólo exigiré que sea de
noche, para admirar mejor el resplandor de la hoguera…
– Pero bueno, si usted tiene tantas buenas
ideas, ¿por qué no las realiza sin más, y deja el Louvre tranquilo?
– Pues verá, señor cantinero… En mi alma late una
especie de furia contra lo establecido. En mi corazón, y créame que lo tengo,
anida un relativismo visceral, ¿qué quiere que le haga? La comodidad con
que los especuladores del arte realizan su trabajo, y el reconocimiento que de
él obtienen, me produce siempre una agudísima irritación epitelial. Si de mí
dependiese, morirían todos de una muerte lenta y dolorosa.
– Ah… O sea que no se cree usted eso de que el tiempo
es el mejor juez y filtro para discernir la verdadera calidad artística de la
mera morralla esteticoide. Para usted, hay tesoros en el Louvre de los que el
mundo podría prescindir, sin más…
– ¡Y dale con el Louvre! ¡No, hombre! ¡Pero si lo del
Louvre es más por lo simbólico que otra cosa! Si prefiere incendiamos el Hermitage,
el British Museum o la Tate Gallery, o la casa de
su tía de usted, eso da igual… Claro que hay cosas bonitas allí dentro, ¿es que
se cree usted que soy ciego o insensible?… Pero cuando me imagino los crujidos
de las telas retorciéndose, las explosiones de las estatuas agrietadas por el
calor, las cortinas en llamas contagiando todo de su última y destructora
gloria, y sobre todo, las lágrimas hipócritas de los academicistas, pues qué
quiere que le diga… se me ponen los pelos erizados como escarpias… Me parece
que vale más ese momento ígneo e indeciblemente hermoso que todas las Giocondas
del universo.
– Ya le voy entendiendo, creo. Habla del efecto
refrescante que tendría en la conciencia del mundo la substitución de todo ese
artificio decadente por un espacio virgen de audacia y exploración comprometida
con las más profundas pulsiones del hombre. Usted es un anti-establishment nato…
– Verdaderamente… cantineros como usted hacen renacer
mi esperanza en un mundo libre. No sabe cómo me alegro de encontrarle. Ande,
póngame otro par de vinos y sírvase uno usted también. Le invito, se lo ha
ganado a golpe de lucidez.
– Gracias, don Tristán, y compañía. Y dígame, ¿no cree
usted que para concretar sus ideales no sería más útil la implementación de
pequeñas células urbanas ultrasecretas, que pudiesen llevar a cabo numerosas
acciones de microterrorismo de bajo impacto, sin víctimas? Me refiero a actos
de desobediencia, pequeños sabotajes, happenings o performances,
manifiestos, ya me entiende… Un vandalismo con clase e inteligencia, por así
decir, que ponga de manifiesto la estupidez inmanente de la burguesía y pueda
agitar las conciencias más próximas a las ideas de cambio. A este respecto, le
citaría a usted El Libro de Manuel, del argentino Cortázar, como un
posible modelo a seguir… Si bien es verdad que no hay nada más reaccionario que
seguir modelos…
– Anoto eso de Cortázar... Prosiga, me gustan sus
ideas, cantinero amigo…
– Pues eso, usted habla mucho del nihilismo. Estas
células serían la expresión estética de esas teorías, ayudando a demostrar la
fragilidad especulativa de los pilares que nuestra construcción social adoptó
como sólidos, fundacionales, e imprescindibles para el funcionamiento y
estabilidad de nuestra vida en común. En cada acción microterrorista lo único
que estallaría sería una gran risotada en la cara de los imbéciles, ¿me sigue
usted?
– Me gusta la idea, me gusta…
– Sin desmerecer su movimiento dadaísta, perdón, Dadaísta,
con mayúscula, me parece que el nihilismo que ustedes promulgan es tan antiguo
como la historia del mundo.
– Vaya, me está diciendo usted en las narices que en
el fondo no hemos inventado nada…
–… Mire los románticos, tan depauperaditos y proclives
a la bohemia… ¿Y Satie, Poulenc, Cocteau, riéndose como nadie de sí mismos, sin
dejar de crear cosas bellísimas? O los propios surrealistas, o los hippies que
vendrán, con sus utopías, después de usted, benditos sean… ¿Y la
generación Beat, o hasta los punks, qué me dice de
ellos? ¿No son todos paladines de la misma idea? ¿No son ellos eternos heraldos
de un nuevo (des)orden que se ríe del tedio burgués, de su pompa, de su trivialidad?
Mis comandos microterroristas serían los vengadores de la propiedad, del
estatus social, de la rutina, del dinero, ¿se da cuenta?
– Me gusta, me entusiasma… Y si atacamos la propiedad
y el dinero, minamos también el pedestal sacrosanto sobre el que descansa el
Trabajo. ¡Nos cargamos ese pedestal y se va todo a la mierda…! ¡Jajá… sí! ¡Me
encanta! ¡Bum!
– Usted lo ha dicho, don Tristán, usted lo ha dicho… ¡Bum!
– Y después, cuando todo esté por los suelos, ¿qué
ponemos, cantinero?
– Esa pregunta es peluda, don Tristán… Yo,
personalmente, pondría amor, aunque suene un poco cursi. Quiero decir, el mundo
tiende inevitablemente hacia la entropía, o sea, hacia la descomposición, así
que mejor no nos preocupemos demasiado con eso. Si caminamos hacia la
disolución, aprendamos a caminar descalzos y a disfrutar del contacto de la
hierba… ¿Para qué intentar domesticar la naturaleza?
– Bien visto, sí señor… Convenzamos al personal para
que abandone esta imbecilidad que hemos dado en llamar “vida normal”… Coches,
trabajos, marcas… Todo para producir ansiedad, sólo porque no tenemos lo mejor.
¡Abajo con eso, ya…!
– ¿Se imagina, don Tristán? Y otro títere que todavía
no hemos descabezado: la religión. Una vez hayamos echado para siempre a los
curas de nuestras vidas, ¡finalmente podremos vivir un Presente con mayúsculas,
como Dios manda! O mejor dicho, sin que nadie nos mande... Una vez libres de
toda esa porquería, podríamos finalmente abrazar nuestro propio destino de
audacia y experimentación, sin más inhibiciones…
– Usted es una joya, cantinero. Le ruego que considere
mi invitación para formar, ahora mismo, un movimiento que pueda generar una
movilización a grande escala. No tenemos ni un minuto que perder.
– Está hecho, don Tristán. Págue(n)me usted(es) los
cinco vinos y cierro ahora mismo.
– Vaya burguesito me ha salido usted ahora… Así no
vamos a ninguna parte, hombre… ¿Pero dónde se ha visto una revolución sin barra
libre?
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