… y si abrieras tus oídos para oír,
oirías tu propia voz en todas las voces.
(Khalil Gibran)
Después de medianoche, cuando comienzo a ser muchos, me subo al desván y
aquí me quedo, esperando. Aquí, bañado en penumbra, es cuando todos me hablan.
En mi inmovilidad, no sé si me asemejo más a un reptil o a un asceta. Yo apenas
despliego callado mis antenas y voy escuchando mis voces.
Esta noche hay un viento infame, boreal, como un gamberro callejero de esos que violentan todo a su paso. Lo conozco bien, lo tengo calado a este ventarrón, a este agitador de mierda... Me complica mucho las comunicaciones. Es súbito, antojadizo, cambiante... Conoce todas las grietas, y sabe penetrar todas las rendijas… no se arredra ante nada. Es un viento idiota, un azote, un gritón que aturde… Parece escapado del odre de Ulises, un viento energúmeno que sólo molesta y confunde. Maldito sea.
Esta noche hay un viento infame, boreal, como un gamberro callejero de esos que violentan todo a su paso. Lo conozco bien, lo tengo calado a este ventarrón, a este agitador de mierda... Me complica mucho las comunicaciones. Es súbito, antojadizo, cambiante... Conoce todas las grietas, y sabe penetrar todas las rendijas… no se arredra ante nada. Es un viento idiota, un azote, un gritón que aturde… Parece escapado del odre de Ulises, un viento energúmeno que sólo molesta y confunde. Maldito sea.
Aquí arriba, acurrucado en mi desván, inmóvil, empiezo la escucha. Mis otros sentidos entran en letargo, pero mi oído despierta a la vida, barriendo el espacio como un radar ciclópeo. Escucho un papel furioso golpeando mi puerta una sola vez, como un kamikaze, lo oigo desde aquí arriba como si fuese mil veces aumentado. Encima de mí, un clamor de tejas incómodas, sacudidas, amenazadas. Todo reverbera, hasta mi alma.
Mi quietud se diría total. Pero bajo esa sangre helada como de lagarto,
siento mis sienes latir accionando válvulas y diales, barriendo frecuencias,
captando señales. Adivino el fluir inicial de mil mentes, de mil vidas, que
inician el contacto como radios viejas, voces que se entrecruzan y confluyen en
un punto del universo. Ese punto soy yo.
Desde mi atalaya, las oigo. Todas las voces. Juntas, pero diferenciadas, como si me mente hubiese reservado un canal separado para cada una de ellas. Todas las voces, mi voz.
Soy yo quien les presta oídos, y si no fuese yo, nadie más sería. Es raro,
sí, muy raro. Y cuando comenzó todo, más raro era. Si no me he vuelto loco, es
porque consigo quedarme así quieto, como un médium, dejando que los otros
ocupen mis oídos, y el escenario de mi mente. Las voces son ahora amigas que me
invaden durante las horas de la noche y me libertan de madrugada.
¿Dije mil voces? Exageré, no serán tantas, pero aun así son muchas. Ya no me pregunto si son de vivos o de muertos, para mí son voces y eso basta. Nunca podré contaros todo, porque para entenderlo tendríais que oírlas como yo, todas y a la vez. Pero hoy decido contaros un poco de algunas, aunque vayáis a pensar que me he vuelto loco, que soy un Quijotito moderno: alguien que transmutó la ficción en realidad y vive la interfaz de ambos sin diferenciar las fronteras... otro polluelo enajenado que busca el calor del nido del cuco. Sólo puedo deciros que esas separaciones blanquinegras ya no me dicen nada, ni son suficientes para explicar mi mundo. Creed lo que queráis creer. ¿No hacemos eso todos, a fin de cuentas?
¿Dije mil voces? Exageré, no serán tantas, pero aun así son muchas. Ya no me pregunto si son de vivos o de muertos, para mí son voces y eso basta. Nunca podré contaros todo, porque para entenderlo tendríais que oírlas como yo, todas y a la vez. Pero hoy decido contaros un poco de algunas, aunque vayáis a pensar que me he vuelto loco, que soy un Quijotito moderno: alguien que transmutó la ficción en realidad y vive la interfaz de ambos sin diferenciar las fronteras... otro polluelo enajenado que busca el calor del nido del cuco. Sólo puedo deciros que esas separaciones blanquinegras ya no me dicen nada, ni son suficientes para explicar mi mundo. Creed lo que queráis creer. ¿No hacemos eso todos, a fin de cuentas?
El que siempre llega primero nunca me dice su nombre, ni yo le pregunto. Está siempre ansioso por hablar, por contarme. Le llamo el poeta tenaz, porque el hombre está obsesivamente empeñado en su gran proyecto vital, un “canto” al que él llama El agua que no cesa. Él se niega a ver su canción acabada, la quiere eterna, como una invocación a las cosas del mundo, a la vida y a la muerte, una especie de canto general y eterno. Si conocéis As aguas de Março, de Jobim, es algo así pero a lo grande. Lleva ya dos mil páginas de poema, es una cosa seria. Dice que sólo gracias a esa empresa vital puede él mantener sus ojos así abiertos, y ver las cosas que ve, y por eso no quiere acabar su obra, que es como el edredón infinito de un amante esperanzado, una colcha eternamente incompleta, que él va tejiendo con retales de palabras en cuanto yo le escucho.
Él no lo dice, pero yo sospecho que sabe que si pusiese el punto final a su gran poema, moriría fulminado en ese mismo momento. Una de estas noches os transcribo un poquito, es realmente bello. Muchas noches él consigue ver una belleza que el mundo tiene escondida bajo su manto, y que sólo él parece advertir y contar como nadie. Una belleza hecha de todo, no apenas de flores y sentimientos nobles y otras cosas bellas, sino más bien una amalgama diversa y bien trenzada de toda nuestra experiencia humana.
Está también Maurius, el pescador. Maurius lo que sabe es mirar, y dice cosas hermosísimas y tristes. Otras veces sólo le oigo llorar. Es un hombre profundo y hermoso, que dialoga interminablemente con el agua. De día, me dice, planta su caña cerca de la desembocadura del río de mi ciudad, “donde la corriente se ensancha y el caudal se mezcla con la sal”. No entiendo por qué, pero siempre me habla de ese lugar donde se entremezclan las aguas. Hay un faro allí, y un muelle donde las olas estallan con saña de truenos. Es una zona que conozco bien, porque paseo mucho por ahí. Hace tiempo que Maurius ni siquiera ceba el anzuelo, me dice, no parece estar interesado en pescar, sino sólo en contemplar. Acaricia su caña con unas manos suaves y tristísimas, y a veces canta muy bajito canciones en rumano que le enseñó su padre. Canta con el corazón, eso se nota, aunque me dice que ya olvidó hace mucho lo que la letra quiere decir. Eso me hace pensar en lo que realmente queremos decir cuando decimos que ya hemos olvidado algo.
Ha empezado una tormenta, ya me parecía a mí. Esta noche no está nada fácil, pero yo sigo en mi lugar inmóvil, y no me moveré hasta que la última voz haya salido. Yo os lo cuento así por trocitos para que os enteréis, pero en realidad me hablan todos a la vez, y lo más fenomenal es que yo les entiendo a todos también a la vez. La cosa tiene su intríngulis, no lo digo para darme importancia, pero lo tiene, lo tiene.
Luna viene casi siempre. Es una mujer joven, delgada, muy bonita. Lo dice ella, que yo sólo la veo a través de su voz. Y se dice bonita como un hecho adquirido, sin sombra de petulancia, y yo la creo. Canta, escribe, cuida viejitos, me toca el violín a veces, me recita poesías. Y aunque todo esto lo hace tan bien, uno acaba comprendiendo que aquello en que Luna es verdaderamente excepcional es buscar. Sí, Luna busca, busca siempre cosas nuevas. Nunca me dijo eso, pero para mí es obvio. Luna nunca repite nada, sus artes no tienen otro repertorio que el de la invención continua. Su voz nunca es enteramente familiar, porque siempre hay una emoción que la tiñe de algo nuevo. Esta chica es bella cuando ríe, cuando se emociona (y se emociona frecuentemente), y cuando finta a su sombra. Luna es siempre bella, no importa en qué cuarto esté. Siempre le digo que me encantaría que tuviésemos una cita en serio… Cenar, ver una película, pasear por la playa de mi ciudad… Y ella se ríe de forma encantadora y me empieza a cantar una canción muy melosa de amor dulzón, siempre una diferente, para burlarse cariñosamente de mí. Me pregunto si Luna existe en algún sitio, si podría venir en el caso de que quisiese salir una noche conmigo. Tal vez bromea por eso, porque no puede venir. Yo la amo igual, igual la espero, a Luna.
Bob es otro de los frecuentes. Es un contador de historias. Al principio lo tenía por mentiroso, y no le confiaba nada. Empezaba a hablar y era difícil saber si hablaba de algo que le había pasado o si era una historia más… ¡Cómo podía yo ser tan tonto! Ahora, ya no me importa saber si lo que me cuenta es verdad o no, en realidad eso no interesa nada. Cuando alguien te cuenta algo, ¿por qué tiene que ser tan importante saber si es verdad o ficción? ¿No podemos aceptar la historia por su valor, y ya está, en vez de sufrir por no saber si es verdadera o inventada? ¡Cómo me revientan esas películas que nos anuncian en el comienzo que sus argumentos están basados en hechos reales! Como si eso hiciese a la historia más digna de crédito, o más merecedora de nuestra emoción…
Bob es un auténtico contador de historias, eso es todo lo que hace en su vida. Se transforma cuando habla. Con su voz me llega siempre el crepitar de una hoguera, y por costumbre siempre imagino sus historias como proyectadas en las llamas. La última que Bob me contó fue la historia bellísima de un pescador. Yo, que estaba al mismo tiempo hablando con Maurius, la quise imaginar con él como protagonista. La historia comenzaba con el lamento agridulce del pescador, quejándose de no haber pescado nada en toda su jornada. Sin embargo, en seguida nos empieza a relatar la rara emoción que vivió sentado en la ribera del río con su caña, entre los árboles. Resulta que en su espera paciente y callada, vio un ave maravillosa posándose en lo alto de su caña de pesca. Allí, sin osar moverse, contempló el pescador el plumaje deslumbrante del ave, radiantemente azul. Después de unos segundos eternos, vio al fin al pájaro volar hacia una rama cercana, pensando en el milagro que acababa de presenciar: probablemente, el pájaro pensó haber volado de una rama a otra, sin nunca sospechar la presencia del pescador. La voz de Bob, la cadencia maravillada de sus palabras, prolongan el momento de armonía, la quietud asombrada de esa contemplación, la singular epifanía del pescador que guarda para siempre en su cesta vacía de peces ese recuerdo inefable.
La noche ha sido larga y estoy cansado. Son tantas historias, y tan simultáneas, que me da vértigo sólo de pensar en ellas. Llega el momento en que ya no alcanzo a escuchar nada. Ya nada siento en la obscuridad, y la voz de Luna, mi niña querida, ya no está para acariciarme el alma. Con las horas, la noche tormentosa se ha transformado en el más perfecto y fresco de los silencios. Escucho nuevamente y la noche, ya próxima a la alborada, me devuelve apenas su cadencia muda. Siento por fin que me he quedado solo, y ya no me apetece luchar más contra el sueño.