ORANGE SANDALWOOD

ORANGE SANDALWOOD

4/20/2013

TODAS MIS VOCES, LA VOZ





… y si abrieras tus oídos para oír, oirías tu propia voz en todas las voces.

(Khalil Gibran)




Después de medianoche, cuando comienzo a ser muchos, me subo al desván y aquí me quedo, esperando. Aquí, bañado en penumbra, es cuando todos me hablan. En mi inmovilidad, no sé si me asemejo más a un reptil o a un asceta. Yo apenas despliego callado mis antenas y voy escuchando mis voces.

Esta noche hay un viento infame, boreal, como un gamberro callejero de esos que violentan todo a su paso. Lo conozco bien, lo tengo calado a este ventarrón, a este agitador de mierda... Me complica mucho las comunicaciones. Es súbito, antojadizo, cambiante... Conoce todas las grietas, y sabe penetrar todas las rendijas… no se arredra ante nada. Es un viento idiota, un azote, un gritón que aturde… Parece escapado del odre de Ulises, un viento energúmeno que sólo molesta y confunde. Maldito sea.

Aquí arriba, acurrucado en mi desván, inmóvil, empiezo la escucha. Mis otros sentidos entran en letargo, pero mi oído despierta a la vida, barriendo el espacio como un radar ciclópeo. Escucho un papel furioso golpeando mi puerta una sola vez, como un kamikaze, lo oigo desde aquí arriba como si fuese mil veces aumentado. Encima de mí, un clamor de tejas incómodas, sacudidas, amenazadas. Todo reverbera, hasta mi alma.

Mi quietud se diría total. Pero bajo esa sangre helada como de lagarto, siento mis sienes latir accionando válvulas y diales, barriendo frecuencias, captando señales. Adivino el fluir inicial de mil mentes, de mil vidas, que inician el contacto como radios viejas, voces que se entrecruzan y confluyen en un punto del universo. Ese punto soy yo.

Desde mi atalaya, las oigo. Todas las voces. Juntas, pero diferenciadas, como si me mente hubiese reservado un canal separado para cada una de ellas. Todas las voces, mi voz.

Soy yo quien les presta oídos, y si no fuese yo, nadie más sería. Es raro, sí, muy raro. Y cuando comenzó todo, más raro era. Si no me he vuelto loco, es porque consigo quedarme así quieto, como un médium, dejando que los otros ocupen mis oídos, y el escenario de mi mente. Las voces son ahora amigas que me invaden durante las horas de la noche y me libertan de madrugada.

¿Dije mil voces? Exageré, no serán tantas, pero aun así son muchas. Ya no me pregunto si son de vivos o de muertos, para mí son voces y eso basta. Nunca podré contaros todo, porque para entenderlo tendríais que oírlas como yo, todas y a la vez. Pero hoy decido contaros un poco de algunas, aunque vayáis a pensar que me he vuelto loco, que soy un Quijotito moderno: alguien que transmutó la ficción en realidad y vive la interfaz de ambos sin diferenciar las fronteras... otro polluelo enajenado que busca el calor del nido del cuco. Sólo puedo deciros que esas separaciones blanquinegras ya no me dicen nada, ni son suficientes para explicar mi mundo. Creed lo que queráis creer. ¿No hacemos eso todos, a fin de cuentas?

El que siempre llega primero nunca me dice su nombre, ni yo le pregunto. Está siempre ansioso por hablar, por contarme. Le llamo el poeta tenaz, porque el hombre está obsesivamente empeñado en su gran proyecto vital, un “canto” al que él llama El agua que no cesa. Él se niega a ver su canción acabada, la quiere eterna, como una invocación a las cosas del mundo, a la vida y a la muerte, una especie de canto general y eterno. Si conocéis As aguas de Março, de Jobim, es algo así pero a lo grande. Lleva ya dos mil páginas de poema, es una cosa seria. Dice que sólo gracias a esa empresa vital puede él mantener sus ojos así abiertos, y ver las cosas que ve, y por eso no quiere acabar su obra, que es como el edredón infinito de un amante esperanzado, una colcha eternamente incompleta, que él va tejiendo con retales de palabras en cuanto yo le escucho.

Él no lo dice, pero yo sospecho que sabe que si pusiese el punto final a su gran poema, moriría fulminado en ese mismo momento. Una de estas noches os transcribo un poquito, es realmente bello. Muchas noches él consigue ver una belleza que el mundo tiene escondida bajo su manto, y que sólo él parece advertir y contar como nadie. Una belleza hecha de todo, no apenas de flores y sentimientos nobles y otras cosas bellas, sino más bien una amalgama diversa y bien trenzada de toda nuestra experiencia humana.

Está también Maurius, el pescador. Maurius lo que sabe es mirar, y dice cosas hermosísimas y tristes. Otras veces sólo le oigo llorar. Es un hombre profundo y hermoso, que dialoga interminablemente con el agua. De día, me dice, planta su caña cerca de la desembocadura del río de mi ciudad, “donde la corriente se ensancha y el caudal se mezcla con la sal”. No entiendo por qué, pero siempre me habla de ese lugar donde se entremezclan las aguas. Hay un faro allí, y un muelle donde las olas estallan con saña de truenos. Es una zona que conozco bien, porque paseo mucho por ahí. Hace tiempo que Maurius ni siquiera ceba el anzuelo, me dice, no parece estar interesado en pescar, sino sólo en contemplar. Acaricia su caña con unas manos suaves y tristísimas, y a veces canta muy bajito canciones en rumano que le enseñó su padre. Canta con el corazón, eso se nota, aunque me dice que ya olvidó hace mucho lo que la letra quiere decir. Eso me hace pensar en lo que realmente queremos decir cuando decimos que ya hemos olvidado algo.

Ha empezado una tormenta, ya me parecía a mí. Esta noche no está nada fácil, pero yo sigo en mi lugar inmóvil, y no me moveré hasta que la última voz haya salido. Yo os lo cuento así por trocitos para que os enteréis, pero en realidad me hablan todos a la vez, y lo más fenomenal es que yo les entiendo a todos también a la vez. La cosa tiene su intríngulis, no lo digo para darme importancia, pero lo tiene, lo tiene.

Luna viene casi siempre. Es una mujer joven, delgada, muy bonita. Lo dice ella, que yo sólo la veo a través de su voz. Y se dice bonita como un hecho adquirido, sin sombra de petulancia, y yo la creo. Canta, escribe, cuida viejitos, me toca el violín a veces, me recita poesías. Y aunque todo esto lo hace tan bien, uno acaba comprendiendo que aquello en que Luna es verdaderamente excepcional es buscar. Sí, Luna busca, busca siempre cosas nuevas. Nunca me dijo eso, pero para mí es obvio. Luna nunca repite nada, sus artes no tienen otro repertorio que el de la invención continua. Su voz nunca es enteramente familiar, porque siempre hay una emoción que la tiñe de algo nuevo. Esta chica es bella cuando ríe, cuando se emociona (y se emociona frecuentemente), y cuando finta a su sombra. Luna es siempre bella, no importa en qué cuarto esté. Siempre le digo que me encantaría que tuviésemos una cita en serio… Cenar, ver una película, pasear por la playa de mi ciudad… Y ella se ríe de forma encantadora y me empieza a cantar una canción muy melosa de amor dulzón, siempre una diferente, para burlarse cariñosamente de mí. Me pregunto si Luna existe en algún sitio, si podría venir en el caso de que quisiese salir una noche conmigo. Tal vez bromea por eso, porque no puede venir. Yo la amo igual, igual la espero, a Luna.



Bob es otro de los frecuentes. Es un contador de historias. Al principio lo tenía por mentiroso, y no le confiaba nada. Empezaba a hablar y era difícil saber si hablaba de algo que le había pasado o si era una historia más… ¡Cómo podía yo ser tan tonto! Ahora, ya no me importa saber si lo que me cuenta es verdad o no, en realidad eso no interesa nada. Cuando alguien te cuenta algo, ¿por qué tiene que ser tan importante saber si es verdad o ficción? ¿No podemos aceptar la historia por su valor, y ya está, en vez de sufrir por no saber si es verdadera o inventada? ¡Cómo me revientan esas películas que nos anuncian en el comienzo que sus argumentos están basados en hechos reales! Como si eso hiciese a la historia más digna de crédito, o más merecedora de nuestra emoción…

Bob es un auténtico contador de historias, eso es todo lo que hace en su vida. Se transforma cuando habla. Con su voz me llega siempre el crepitar de una hoguera, y por costumbre siempre imagino sus historias como proyectadas en las llamas. La última que Bob me contó fue la historia bellísima de un pescador. Yo, que estaba al mismo tiempo hablando con Maurius, la quise imaginar con él como protagonista. La historia comenzaba con el lamento agridulce del pescador, quejándose de no haber pescado nada en toda su jornada. Sin embargo, en seguida nos empieza a relatar la rara emoción que vivió sentado en la ribera del río con su caña, entre los árboles. Resulta que en su espera paciente y callada, vio un ave maravillosa posándose en lo alto de su caña de pesca. Allí, sin osar moverse, contempló el pescador el plumaje deslumbrante del ave, radiantemente azul. Después de unos segundos eternos, vio al fin al pájaro volar hacia una rama cercana, pensando en el milagro que acababa de presenciar: probablemente, el pájaro pensó haber volado de una rama a otra, sin nunca sospechar la presencia del pescador. La voz de Bob, la cadencia maravillada de sus palabras,  prolongan el momento de armonía, la quietud asombrada de esa contemplación, la singular epifanía del pescador que guarda para siempre en su cesta vacía de peces ese recuerdo inefable.

La noche ha sido larga y estoy cansado. Son tantas historias, y tan simultáneas, que me da vértigo sólo de pensar en ellas. Llega el momento en que ya no alcanzo a escuchar nada. Ya nada siento en la obscuridad, y la voz de Luna, mi niña querida, ya no está para acariciarme el alma. Con las horas, la noche tormentosa se ha transformado en el más perfecto y fresco de los silencios. Escucho nuevamente y la noche, ya próxima a la alborada, me devuelve apenas su cadencia muda. Siento por fin que me he quedado solo, y ya no me apetece luchar más contra el sueño.


4/15/2013

DON TRISTÁN, o EL LOUVRE EN LLAMAS






– Buenas, cantinero. Permítame que me presente: soy el mismísimo Tristan Tzara, el padre y la tía, respectivamente, del Dadaísmo, así con mayúscula y todo. Haga el favor de ponerme dos vinos.

– El viejo truco del desdoblamiento, ¿no? Dice que usted es dos para poder beber más sin sufrir el ostracismo social… – dice el cantinero – A quién se cree que engañará, este borrachín nihilista…

– Ponga los vinos, leche, y resérvese sus opiniones, que usted no tiene jurisdicción sobre mi hígado, que yo sepa…

– No, en eso lleva usted razón... Pero si me permite el comentario, señor Tzara, si hay algo que siempre me ha repugnado del Dadaísmo, es esa saña iconoclasta, esa necesidad compulsiva de destruir las cosas bellas, de romper con todo antes de hacer nada. Esa imagen del Louvre ardiendo me produce escalofríos…

– Ah, veo que es usted un cantinero ilustrado y lúcido, si bien su discurso apesta un poco a rancio reaccionarismo… De todas maneras, así ya da gusto… Perdóneme por mi anterior intento de reducirle al silencio. Le tomé por un vulgar mesonero de lengua larga. ¿Dónde estábamos?

– Lo del Louvre.

– Ah, sí, el Louvre. Pues precisamente esa es la gracia, hombre, la tabula rasa, acabar con todo, volver al punto cero, a lo primigenio… Le admito, sí, que el Louvre tenga cosas bonitas, es evidente que las tiene. Pero a mí me mola más, por ejemplo, La Consagración de la Primavera, de mi buen amigo Igor Stravinsky… El día que estrenó su ballet, los retrógrados casi le tiran el teatro encima al pobre, pero la verdad es que al espectáculo no le faltaba de nada… Sus ritos salvajes, sus ritmos bárbaros, sus vírgenes sacrificadas, su destrucción y posterior florecimiento… Además, Igor me presentó al final a una bailarina que me está consumiendo vivo, ni le cuento las coreografías que la muchacha ensaya conmigo en la cama… En fin, volviendo a Le Sacre du Printemps, sólo faltó eviscerar bien eviscerados a todos los carcamales reaccionarios que abucheaban al final… Hubiera sido un final de espectáculo apropiadamente sangriento y perfecto.
– Anda que no es bruto usted, don Tristán…

– Bruto no, salvaje. Pero llámeme como quiera… Lo a gusto que me quedaría no me lo quitaba nadie... Mire, volviendo a lo del Louvre en llamas, también a mí la idea me produce escalofríos, no se crea, claro que por otras razones… Y no excluyo la posibilidad de concretar el atroz acto pirómano algún día… Estoy ahora, precisamente, en conversaciones con unos grupos de fanáticos, acérrimos enemigos del occidente, que quizá accederían a perpetrar la cosa a cambio de un poco de publicidad. Por mí, que se queden con todo el protagonismo, no me interesa reivindicar nada. Me contento con contemplar el espectáculo, mezclado entre el populacho. Sólo exigiré que sea de noche, para admirar mejor el resplandor de la hoguera…

– Pero bueno, si usted tiene tantas buenas ideas, ¿por qué no las realiza sin más, y deja el Louvre tranquilo?

– Pues verá, señor cantinero… En mi alma late una especie de furia contra lo establecido. En mi corazón, y créame que lo tengo, anida un relativismo visceral, ¿qué quiere que le haga? La comodidad con que los especuladores del arte realizan su trabajo, y el reconocimiento que de él obtienen, me produce siempre una agudísima irritación epitelial. Si de mí dependiese, morirían todos de una muerte lenta y dolorosa.

– Ah… O sea que no se cree usted eso de que el tiempo es el mejor juez y filtro para discernir la verdadera calidad artística de la mera morralla esteticoide. Para usted, hay tesoros en el Louvre de los que el mundo podría prescindir, sin más…

– ¡Y dale con el Louvre! ¡No, hombre! ¡Pero si lo del Louvre es más por lo simbólico que otra cosa! Si prefiere incendiamos el Hermitage, el British Museum o la Tate Gallery, o la casa de su tía de usted, eso da igual… Claro que hay cosas bonitas allí dentro, ¿es que se cree usted que soy ciego o insensible?… Pero cuando me imagino los crujidos de las telas retorciéndose, las explosiones de las estatuas agrietadas por el calor, las cortinas en llamas contagiando todo de su última y destructora gloria, y sobre todo, las lágrimas hipócritas de los academicistas, pues qué quiere que le diga… se me ponen los pelos erizados como escarpias… Me parece que vale más ese momento ígneo e indeciblemente hermoso que todas las Giocondas del universo.

– Ya le voy entendiendo, creo. Habla del efecto refrescante que tendría en la conciencia del mundo la substitución de todo ese artificio decadente por un espacio virgen de audacia y exploración comprometida con las más profundas pulsiones del hombre. Usted es un anti-establishment nato




– Verdaderamente… cantineros como usted hacen renacer mi esperanza en un mundo libre. No sabe cómo me alegro de encontrarle. Ande, póngame otro par de vinos y sírvase uno usted también. Le invito, se lo ha ganado a golpe de lucidez.

– Gracias, don Tristán, y compañía. Y dígame, ¿no cree usted que para concretar sus ideales no sería más útil la implementación de pequeñas células urbanas ultrasecretas, que pudiesen llevar a cabo numerosas acciones de microterrorismo de bajo impacto, sin víctimas? Me refiero a actos de desobediencia, pequeños sabotajes, happenings o performances, manifiestos, ya me entiende… Un vandalismo con clase e inteligencia, por así decir, que ponga de manifiesto la estupidez inmanente de la burguesía y pueda agitar las conciencias más próximas a las ideas de cambio. A este respecto, le citaría a usted El Libro de Manuel, del argentino Cortázar, como un posible modelo a seguir… Si bien es verdad que no hay nada más reaccionario que seguir modelos…

– Anoto eso de Cortázar... Prosiga, me gustan sus ideas, cantinero amigo…

– Pues eso, usted habla mucho del nihilismo. Estas células serían la expresión estética de esas teorías, ayudando a demostrar la fragilidad especulativa de los pilares que nuestra construcción social adoptó como sólidos, fundacionales, e imprescindibles para el funcionamiento y estabilidad de nuestra vida en común. En cada acción microterrorista lo único que estallaría sería una gran risotada en la cara de los imbéciles, ¿me sigue usted?

– Me gusta la idea, me gusta…

– Sin desmerecer su movimiento dadaísta, perdón, Dadaísta, con mayúscula, me parece que el nihilismo que ustedes promulgan es tan antiguo como la historia del mundo.

– Vaya, me está diciendo usted en las narices que en el fondo no hemos inventado nada…

–… Mire los románticos, tan depauperaditos y proclives a la bohemia… ¿Y Satie, Poulenc, Cocteau, riéndose como nadie de sí mismos, sin dejar de crear cosas bellísimas? O los propios surrealistas, o los hippies que vendrán, con sus utopías, después de usted, benditos sean… ¿Y la generación Beat, o hasta los punks, qué me dice de ellos? ¿No son todos paladines de la misma idea? ¿No son ellos eternos heraldos de un nuevo (des)orden que se ríe del tedio burgués, de su pompa, de su trivialidad? Mis comandos microterroristas serían los vengadores de la propiedad, del estatus social, de la rutina, del dinero, ¿se da cuenta?

– Me gusta, me entusiasma… Y si atacamos la propiedad y el dinero, minamos también el pedestal sacrosanto sobre el que descansa el Trabajo. ¡Nos cargamos ese pedestal y se va todo a la mierda…! ¡Jajá… sí! ¡Me encanta! ¡Bum!

– Usted lo ha dicho, don Tristán, usted lo ha dicho… ¡Bum!

– Y después, cuando todo esté por los suelos, ¿qué ponemos, cantinero?

– Esa pregunta es peluda, don Tristán… Yo, personalmente, pondría amor, aunque suene un poco cursi. Quiero decir, el mundo tiende inevitablemente hacia la entropía, o sea, hacia la descomposición, así que mejor no nos preocupemos demasiado con eso. Si caminamos hacia la disolución, aprendamos a caminar descalzos y a disfrutar del contacto de la hierba… ¿Para qué intentar domesticar la naturaleza?

– Bien visto, sí señor… Convenzamos al personal para que abandone esta imbecilidad que hemos dado en llamar “vida normal”… Coches, trabajos, marcas… Todo para producir ansiedad, sólo porque no tenemos lo mejor. ¡Abajo con eso, ya…!




– ¿Se imagina, don Tristán? Y otro títere que todavía no hemos descabezado: la religión. Una vez hayamos echado para siempre a los curas de nuestras vidas, ¡finalmente podremos vivir un Presente con mayúsculas, como Dios manda! O mejor dicho, sin que nadie nos mande... Una vez libres de toda esa porquería, podríamos finalmente abrazar nuestro propio destino de audacia y experimentación, sin más inhibiciones…

– Usted es una joya, cantinero. Le ruego que considere mi invitación para formar, ahora mismo, un movimiento que pueda generar una movilización a grande escala. No tenemos ni un minuto que perder.

– Está hecho, don Tristán. Págue(n)me usted(es) los cinco vinos y cierro ahora mismo.

– Vaya burguesito me ha salido usted ahora… Así no vamos a ninguna parte, hombre… ¿Pero dónde se ha visto una revolución sin barra libre?



4/09/2013

PARECE QUE SE ATORMENTA UNA VECINA







Decididamente, es preciosa. Ni la imagen distorsionada de la mirilla puede desvirtuar la excelente consideración que Ricardo tiene por el físico de su vecinita. Así la contempla, desde la impunidad de su espacio, y lo que ve es una mujer intensa y bella, agitada interiormente, diríase que atormentada por una obscura inquietud. Decide que ese conocimiento puede suponerle una ventaja en el diálogo que se avecina con su vecina, y abre de par en par, y simultáneamente, la puerta y su boca, en la más obsequiosa de sus sonrisas.

-Hola, ¿qué tal? – pregunta, solícito, su cara la viva imagen de la agradable sorpresa, su actitud la triple S, el paradigma de la perfecta vecindad: Simpatía, Solidaridad, Solicitud.

En contraste, atisba en el ademán tenso de ella que esta situación no es de las que se resuelven con un convencional sacacorchos, un limón o una tacita de sal. Este es un caso que va a reclamar el más alto nivel de excelencia vecinal.

–Me prometí que hoy venía a hablar contigo, que de hoy no pasaba - de tan nerviosita, la muchacha ni saluda, ni se presenta. Es como si ya conociese al hombre de otra existencia.

–Y cumpliste. De hoy no pasó… ¿y tú, quieres pasar? – Ricardo juega con las palabras, le salen así, no lo puede evitar. A la angustia de la muchacha, él opone el vértigo de la sonrisa y el juego.

–Si tienes tiempo, sí, por favor – suplica ella, bellísima también en la rogativa.  

Ricardo tiene tiempo. Y si no lo tuviese, lo fabricaba. Tener a su vecina así, sentadita en su sofá, no es lo mismo que tenerla en sus sueños, o andar mirando de revuelo su breve falda en los azogues del ascensor, fingiendo un aire ausente. La mira ahora penetrantemente, sin tiempo. Aunque está en ascuas, dosifica su curiosidad y paladea la situación. En particular, saborea de frente una hermosura que normalmente se escabulle precozmente a su mirada, a la salida del portal, o en el final deshilachado de un sueño.

–Verás, primero decirte que no estoy loca ¿eh? – se excusa ella prematuramente.

“¿Pero es que ya nadie sabe usar el infinitivo en este país? ¿Quién fue el imbécil que empezó esta moda? ¿Algún famosillo, tal vez?”, piensa Ricardo. Le revienta que la gente hable mal, pero ha decidido que a su vecina le perdonará todo.

–Lejos de mí pensar eso. Lo que quiero es que me digas si quieres té o café, y otra cosa: necesito imperiosamente saber cómo te llamas antes de continuar esta conversación.

Ella sonríe, parece relajarse un poquitín. El chico es tan simpático al natural como parece ser en los sueños.

–Marga. Lo que tú tomes, da igual. Y lo de Marga ya lo sabías, ¿o no?

“Vaya… Marga. Igualito que en los sueños. Joder. Y ella sabe que lo sé. Marga”. Ricardo se petrifica un poco, pero disimula:

–Marga, qué bonito. Encantado. Vale, espérame un segundito que ya vengo con los cafeses. Ponte cómoda.

Ricardo puede no conocer a Marga más allá de algunas fugaces coincidencias en el ascensor, pero sabe cosas de ella. Resulta que los dormitorios de ambos están separados por una pared ridículamente fina… Cosas de la especulación inmobiliaria. El caso es que la dulce Marguita habla en sueños, como tanta gente. La chica susurra, comanda o grita, como una amante impetuosa consumida en ígnea y atlética fruición. Así, Ricardo ha formado en los últimos meses una idea bastante completa de la vida onírica de la muchacha, particularmente en lo tocante a sus preferencias en materia sexual. En suma, puede decirse que Ricardo, ya bastante ducho en encuentros del más variado cariz, nunca se había topado con nadie tan frescamente desvergonzado y desinhibido como su vecina Marguita.

Solícito, obsequioso, vuelve a la sala con una bandejita y unas galletitas danesas, cosa rica.

–Pues tú me dirás, Marga, en qué puedo ayudarte.

–Te llamas Ricardo, ¿a que sí? Lo sé por mis sueños. Dime la verdad… bueno da igual, estoy segura. Pero no estoy loca. Simplemente lo sé. Y tú también sabes cosas de mí. Y yo sé cosas de ti. No me preguntes cómo, pero lo sé, estoy segura…

Ricardo la mira pausadamente una vez más, y sirve el café. Claramente, la situación tiene obvias ramificaciones parapsicológicas, pero lejos de asustarle, le fascinan y le divierten. Y lo que más le encanta es contemplar a Marga ahí, sentadita en la sala. Quisiera verla ahí más a menudo.

–Sí, Ricardo Mariano, muy a mi pesar, y para servirte. Mariano es apellido. Mira, Marga. No te voy a engañar. Conozco tus sueños mejor que tú, tal vez. Me pareces una amante maravillosa, si me permites que te lo diga. Como no tengo tele y vivo solo, mi diversión principal es acostarme a tu lado y escucharte. A tu lado es un decir, porque tenemos esa pared entre nosotros…

–… Ya, la pared…



–… Lo hago desde que llegaste a tu apartamento. Perdona mi falta de pudor, pero no tengo otro sitio para dormir, y decírtelo tampoco iba a solucionar las cosas, así que me he ido acostumbrando a escucharte todas las noches.

–Lo sabía. Y después te duermes y me sueñas, ¿no?

–Pues sí – a Ricardo le encanta que ella haya dicho “me sueñas” en vez de “sueñas conmigo”.

–Y la pared desaparece.

–Sí, se evapora. ¿En tu sueño también?

–Y te acuestas conmigo, en mi cama.

–Eso no sé. En mi sueño es más como que nuestras camas se funden. El resultado viene a ser el mismo, vaya.

–Y nos amamos.

–Sí. No me digas que yo grito también…

– ¡No! – Ríe nerviosa ante la complicidad que él establece con el humor –  O sea sí, dentro del sueño sí, menudo eres tú, hablas y gritas, y me dices cosas… maravillosas… pero nunca me despertaste con tu voz desde este lado de aquí.

–Déjame decirte que es fantástico amarte cada noche, Marga. Así dicho suena tonto, pero se puede decir que espero soñarte, como tú dices, cada noche – Ricardo saborea una galletita danesa como quien paladea unos labios.

–Sí, Ricardo. A mí me encanta, también – Marga encuentra los ojos de él, y juntos paran un momentito el tiempo.

Ella sonríe, pero la sonrisa se trunca a medio, con un rictus negro de preocupación.

–Y ahora ¿qué? – pregunta ella, la tensión de regreso a su bonito rostro.

–¿Qué de qué? – obviamente la diaria cópula virtual con la bella Marga no parece suponer un problema moral para Ricardo.

–Joder, Ricardo, ¿qué va a ser?… Que qué hacemos… Esto es muy raro, hasta da un poco de miedo…

– ¡Ah, eso! A mi modo de ver, es urgente reconocer que lo que tenemos no es un problema, sino una dádiva. Después de eso aclarado nos restan claramente dos caminos… El primero…

–Pero bueno, tío, qué tranquilo estás, ¿no?... Resulta que soñamos juntos las mismas cosas, sabemos cosas del otro sin habernos conocido, nos estamos acostando juntos cada noche durante los dos últimos meses y tú…

–… Tres meses y seis días, exactamente… – Ricardo recita con los ojos cerrados, evocando incontables momentos de pasión.

–… Bueno, eso, tres meses y seis días… Y tú tan pancho…

–Bueno, mira, quizá me equivoco, y al final hay otro camino más. Siempre podemos visitar la Asociación de Parapsicólogos “Jiménez del Oso”, o ir a Tele 5 para que nos hagan un reportaje, o hacer una buena regresión hipnótica en pareja con un terapeuta junguiano que nos va a cobrar el sueldo de tres meses. Si te apetece, por mí perfecto.

–Ya… ¿y las otras opciones?

–Una es quedarnos como estamos – Ricardo lo dice con aire golfo y una sonrisa como de media luna, que ella encuentra de lo más incitante.

–OK, ¿y la otra?

–La otra pasaría por hacer un agujero en la pared, y proyectar en el plasma que hemos dado en llamar realidad material u objetiva aquello que empezó como manifestación fenomenológica de una actividad psíquica poco frecuente, particularmente si consideramos que es una manifestación dual, simultánea y deliciosamente desvergonzada de nuestras psiques… – Ricardo lo suelta todo en una respiración, y cuando acaba boquea por aire, teatralmente, cual pez pescado. Ella se ríe. Marga también está con la boca abierta, aunque por otras razones.




–…

–… Esta última opción se desdobla en dos, a saber: a) cargarnos la pared toda, y hacernos un cuarto grande, o b) abrir una puerta, o cavidad, que nos permita el acceso biunívoco al otro lado, por supuesto siempre en situaciones de consensual aquiescencia penetrativa, no sé si me explico con claridad. Eso preservaría nuestros espacios separados mientras probamos cómo nos va. ¿Qué te parece, Marga?



– Me parece que hablas tan bien como sueñas, no sé si me explico con claridad – lo dice tomando prestado el humor de Ricardo, pero ya sintiéndose sensualísima.

Concentradamente, Marga se va quitando los zapatos y las medias, con parsimonia exasperante, y parando cada tanto para mirar a Ricardo, que la contempla dulcemente, extasiado ante tanta hermosura. Algunos minutos más tarde, ambos retozarán animadamente en el sofá, convirtiendo juntos, por primera vez, sus sueños en realidad. 




4/04/2013

ASAMBLEA AL DENTE






“Bienvenidos a todos, apreciados compañeros y consejeros. Declaro abierta la III Asamblea Anual de la Agrupación Filarmonico-Recreativa La Pentatónica (AFRLP). Quiero anunciar que los nuevos miembros de nuestro Consejo de Administración y el nuevo programador artístico no pudieron estar presentes todavía, pero la reunión está siendo transmitida por teleconferencia para Atlanta, Georgia, USA”. 

Habló el Presidente y miembro fundador, Fulgencio Flügelhorn, tocador de fliscorno, y también dueño de unas capacidades musicales edificadas sobre una ausencia total y absoluta de talento artístico. 

Todos se reúnen en torno a una mesa oval, enorme. Este nuevo y lujoso espacio ostenta un design moderno y eficiente, que recuerda al de un consejo ejecutivo del Fondo Monetario Internacional, o afín. En las paredes y del techo cuelgan varias pinturas y esculturas, representando extrañas figuras que combinan un ambiente religioso o místico con un cierto surrealismo. En todos aparecen diversas versiones de una especie de figura suspensa, magrittiana, que se asemeja, vean bien, a dos albóndigas pinchadas con un tenedor, unidas con unas cintas que bien podrían ser espagueti.





“Como sin duda recibieron en la convocatoria, en el orden del día tenemos algunos temas que conviene tratar con cierta celeridad…”

“… Sí, mejor, antes de que ocurra una desgracia peor…”, irrumpe Mrs. Mirna Cramps, oboísta decana, aunque nada egregia, de la AFRLP, quitándose dramáticamente las gafas oscuras. “Ya es la tercera vez que al timbalero McMallet se le escapa una baqueta en el final del Príncipe Igor, y adivinen a dónde va a parar siempre… Este tipo parece que apunta para mí adrede”. La oboísta señala su ojo con la mano, y el moratón es obvio. “Estoy de las Danzas Polovtsianas hasta los mismísimos ovarios. Mis vecinos se deben pensar que mi marido me da de hostias. ¿No puede alguien atarle las baquetas a las manos con un alambrito a ese virtuoso del timbal, leches?”

“Qué paciencia hay que tener… Mire, señora”, le replica el aludido McMallet. “Ya le expliqué que tengo un problema de exceso de sudoración manual, que a veces provoca que se me resbalen las cosas… Ya le pedí disculpas, ¿qué más quiere?” Añade “vieja zorra, la próxima vez te acierto en el otro ojo”, pero en sotto voce, de forma que apenas es oído por el resto de la sección de percusión, que asiente solidariamente, con admirable sentido corporativo. El timbalero escocés, que sufre también de una miopía inclemente, envía una mirada de odio hacia el lugar de donde proviene la voz de Miss Cramp. “Ya pedí a la tesorería que me subvencionase una crema especial antitranspirante para las manos, fabricada en Nueva Zelanda, pero, como ya es costumbre, ni se dignaron a contestarme. Para otras cosas sí que hay dinero…”.

“… Sí, hombre, para cremitas gratis estamos… entonces a mí que me paguen también la vaselina, no te fastidia…”, se mofa para los vecinos Anselmo Briones, el argentinísimo ayudante del concertino, de ademán cadencioso y cabellos primorosamente encenagados en brillantina. Anselmo se levanta un poco de su silla, y remeda estilizadamente con su dedo índice el cotidiano gesto de untarse su trasero con crema lubricante.

Miss Cramps, molesta por la conversación entrecruzada que le roba protagonismo a su reclamación, se levanta de la silla, y vuelve a interpelar con dedo alzado al timbalero de sus pesadillas: “Le aviso ya, McMallet: como vuelva usted a acertarme con la baqueta, le juro que le introduzco mi instrumento, y con mucha pena mía, créame, porque quedará inservible, por el mismísimo orificio del…”

“¡Señores, por favor!” Flügelhorn, ducho en estas lides, ataja este primer conato de reyerta, y empieza a sudar copiosamente él mismo, ante la perspectiva de tener que pacificar a sus huestes una vez más. “Jesús bendito, ya estamos así, y esto apenas comenzó…”, piensa abatido. A veces se pregunta Flügelhorn a quién se le ocurrió que ‘filarmónica’ era una buena denominación para esta asociación. ‘Filobélica’ tal vez, pero ¿’filarmónica’ ?
“Estamos aquí para discutir e intentar dar solución a nuestros problemas, pero les ruego que expongan sus asuntos sin perder la elevación y el decoro que debemos al alto nombre que nuestra querida institución encarna y merec…”

“…Bueno, bueno… Yo puedo admitir, eso sí, que el relieve algo escarpado del oboe no hace de él un objeto particularmente apropiado para este tipo de utilización; lo que no veo por qué la acción de introducir o introducirse objetos por el trasero tiene necesariamente que ser connotada con falta de elevación y decoro, siempre y cuando la actividad sea llevada a cabo dentro de un contexto privado, de respeto y, parti-CULAR-mente, de previo consenso de todas las partes”, argumenta, y bien, la arpista Guillermina Waterlily, colocando un retintín en las sílabas “cu-lar” para que nadie se pierda la gracia. Guillermina es bastante libertina, y no hace nada por ocultarlo. La arpista representa el ala más radical y disolvente de la AFRLP, y es conocida por sus actitudes provocativas y por un gusto nada disimulado por la música atonal. Si le aguantan su pose excéntrica es porque toca el arpa como los mismísimos ángeles, si no de qué.

“Francamente, corríjanme si me equivoco, pero creo que no estamos aquí para discutir los aspectos éticos de la sodomización en contextos de fetichismo y punición”. Ahora fue el trompista suizo, Hans Floppenmaier, cuyos bigotes superlativos y cuerpo musculado son frecuentemente objeto de deseo no confesado entre varias damas de la orquesta. Las cuales, por cierto, se apresuran a comunicar a Hans su acuerdo con sonrisas, pestañeos, saluditos de mano a distancia y coqueteos varios.

“Pues ya que empezaron las quejas, a ver si alguien le dice al segundo clarinete si puede afinar un poco mejor… Me está volviendo loca”. Quien se lamenta es Gloria Hapen, violoncelista quasimódica, de tronco añoso y retorcido. La delgadez de Miss Hapen (o misshapen, como algunos la llaman en tono de burla) podría describirse como dolorosamente limítrofe con la anorexia aguda.

El bueno de Pavel, no se inmuta ante la acusación pública y consecuente escarnio, y responde sonriendo: “Señora Hapen, yo afinar ya intento… Pero comprenda, llevo 30 años soportando toda la trompetería del juicio final soplando desde atrás, directamente en mis pabellones auriculares, y eso deja marcas, quieras que no. Hasta padezco insomnio agudo, oiga. Cuando el silencio es total, por la noche, yo no dejo de oír todas las trompetas que derribaron los muros de Jericó tocando aquí dentro de mi pobre cabecita. Por lo menos ahí son considerados y ponen la sordina, afortunadamente, si no ya me hubiera vuelto majareta. Así que comprenda usted, por favor, que la afinación sea la última de mis preocupaciones en esta fase de mi vida”. Miss Hapen escucha el discurso con cara de no poder creerse lo que está oyendo.

Flügelhorn suda y no para de sudar. Intenta mantener la paz, llevando la conversación por otros derroteros.

“Bien. Como saben, queridos miembros, durante los dos últimos años nuestra asociación ha venido a crecer mucho, por efecto de las acertadas y oportunísimas inversiones que un grupo de mecenas anónimos realizó durante los últimos años en algunos países de economías emergentes. Recuerdo a los consejeros que inicialmente, esas inversiones tuvieron como consecuencia la compra de varios instrumentos y otros equipamientos necesarios para nuestra actividad. En una segunda fase, la generosísima contribución de nuestros mecenas permitió la contratación de varios instrumentistas internacionales de primera línea, gracias a los cuales La Pentatónica ha podido dar el salto definitivo hacia la profesionalidad, abrazando repertorios hasta ahora inaccesibles para nosotros. Como resultado de ese crecimiento, aquella asociación local y, me atrevo a decir, familiar, que era La Pentatónica en sus inicios, ha experimentado, ciertamente, algunos cambios, me atrevo a decir que todos para mejor…”

“¡Algunos cambios, dice…!”. La portavoz del grupo de violines segundos, Andrea Loopings, alza su dedo y cuestiona desafiante: “Aquí están pasando cosas bien raras, Flügel. Nada nos agradaría más que ser informados con la mayor transparencia sobre la exacta procedencia y naturaleza de esas inversiones”. El pedido de Loopings es secundado por una ola general de aprobación.

“Bueno, bien, como ya dije en su día, este grupo de benefactores prefirió ofrecer su generosa ayuda tras una humilde cortina de discreción, gesto que, en mi opinión, ennoblece doblemente su loable acción…”, Flügelhorn intenta esquivar la situación como puede. Piensa en los mecenas en Atlanta, asistiendo a distancia a este espectáculo. Intenta anticipar lo que estarán pensando de esta insurrección.

“Sí, Flügel, lo que tú quieras… Fue bueno cuando empezó a entrar dinero para comprar instrumentos, pero admite que ahora esta historia del altar en medio del auditorio es muy fuerte… Ya ni cabemos en el escenario, por amor de dios, y ya no podemos quedarnos a estudiar los domingos porque los tipos tienen esas celebraciones raras”. Ahora es el primer flauta quien habla. “Antes teníamos los salones y el auditorio para nosotros, pero ahora esto está siempre lleno con los del tabernáculo ese”.

“Eso para no hablar de esos cuadritos y esculturas que han colgado por todos lados. Hasta dan escalofríos…”, reporta Nelson Meistersinger, corno inglés. Corno inglés es su instrumento, Nelson es brasileño.

“Ni me hables, qué tipos tarados, parece que les han lavado el cerebro con Persil”, redunda Guillermina Waterlily. “¿Y era necesario tapar casi nuestro cartel de La Pentatónica con ese neón del Tabernáculo de los Pastafaristas de los Últimos Días?”

Flügel está cercado. Comienza a entender que él solito no podrá detener el maelström que se ha liado en su querida orquesta. Y además no para de sudar. “Señores, les recuerdo que estas personas de quienes están hablando con tanta ligereza a) nos están escuchando en directo por teleconferencia, desde Atlanta, y b) son los artífices del resurgir de nuestra asociación, con sus generosas contribuc…”

“… Cuidadito que esos locos cualquier día nos montan aquí un suicidio colectivo de esos, y ya la hemos liado”, interrumpe sin contemplaciones Winston Naranjo, el trombonista venezolano, más notado por su abominable tolerancia a las guindillas más salvajes del Caribe que por la melosidad del sonido de su trombón.

Loopings vuelve a la carga. “A ver señores, especular y hacer chistecitos no va a resolver nada. Yo he estado haciendo un poco de investigación en Google, así que les puedo contar lo que el ínclito Flügel está tratando de ocultarnos desde el principio… ¡Esto es muy serio, señores!”

Flügel qué puede hacer ya. Mira para la mesa y se deja vencer por la marea que avanza, por el motín que se le viene. Mierda.

“Pues miren que estos pastafaristas defienden nada menos que esto: el verdadero creador del mundo es, y paso a citar, el Monstruo del Espagueti Volador, MONESVOL, y proclaman haber sido tocados por su apéndice tallarinesco, como lo oyen y sin cambiar una coma. A mí personalmente, esta gente me parece un pelín metafreak, y no me deja muy tranquila tener que cruzarme con ellos todos los días, la verdad. No les digo más que los tipos dicen que el tal MONESVOL tiene la forma de dos albóndigas rodeadas de varios espaguetis, y se quedan místicamente tan frescos”.

“Creo que deberíamos tener más respeto por los credos de otras personas, que son tan respetables como los nuestros”, interrumpe Kevin Moses, trombonista de Utah. Nadie sabe nada de nada de la vida privada de este rubio y rubicundo muchacho, aunque ya se le ha visto charlar animadamente con varios miembros del tabernáculo, y enfrascado en la lectura de coloridos panfletos, durante los intervalos de los ensayos.




“Anda y cállate, Moisés - mira que es raro este tío…! Yo diría que ya te has hecho socio del tabernáculo de la frikipasta, Kevincito”, ataca y acusa Franz Doppleganger, que toca tan bien el violín como la viola, o sea, bastante mal ambos. “Lo que deberíamos hacer es llamar ya a la policía, antes de que esos locos nos ahoguen en salsa boloñesa, o nos estrangulen con tallarines reforzados sin gluten”. La asamblea irrumpe en estentóreas carcajadas. Kevincito traga saliva y desvía la mirada.
“¡Ya estamos otra vez con los chistes…! ¡Dejen terminar a quien por lo menos tuvo la preocupación de hacer los deberes!” Loopings retoma la lidia política. “Parece que el tal monstruo tiene un nombre, pero resulta que es tan hermoso e impronunciable que fulmina no sólo a quien lo pronuncie, sino a todo el que esté en un radio de 6,0534 Km. Vean la exactitud, esta gente no calcula a ojo, no. ¡Ah! Y si alguien intenta escribir o mecanografiar el nombre, ese radio se duplica, así que nadie se pase de listo, ¿eh?”

“Mira, Loopings, no te hagas tú ahora la graciosa, a ver si la vamos a liar y ese dios se enfada con nosotros… Y además con la de instrumentos que compramos con su dinero… A mí me da igual que adoren albóndigas si siguen soltando guita…”. Las voces se suceden. Todos quieren opinar y la sala es ahora una especie de cacosinfonía para 80 voces histéricamente contrapunteadas. La Pentatónica se ha convertido en una nueva Torre de Babel, o en el sueño de André Breton, ustedes escojan, amables lectores.
Loopings intenta continuar, elevando su voz, pero el cacareo en simultáneo de los asistentes envuelve sus palabras, que ya nadie escucha con atención: “El símbolo principal del es una cruz con un tenedor en el centro. Representan el Génesis por un dibujo con el MONESVOL, una montaña, cuatro árboles y un enano... Hagan silencio, por favor…”




Flügelhorn aprovecha el desorden total para desconectar la teleconferencia, y se escabulle de la sala. Estas reuniones, decididamente, no le sientan nada bien a su psique. Sale del tabernáculo, cruza la calle y se sienta en un banco del jardín próximo. Él solo trató de conseguir lo mejor para La Pentatónica, y así le pagan esos desgraciados. Allí sentado, en íntimo concilio consigo mismo, toma la decisión de presentar su dimisión irrevocable como Presidente de La Pentatónica. “Que esos ácratas del infierno se organicen como quieran”, piensa. “Yo, finalmente, voy a poder dedicarme a mi gran pasión, el fliscorno”. Se seca el sudor, sintiéndose liberado de una pesada carga. Allí decide quedarse un rato, sintiendo la brisa fresquita en la frente, y gozando con la perspectiva de su nueva libertad.
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