Al final del día, la luz va recogiéndose en sus
negruras. Con el sol acrepusculándose a fuego lento, el mar se dilata sobre su
disparatada, proverbial grandeza.
La hora bruja llega, puntual, y el caminante se
detiene. Se acuna sobre la playa, aniñándose en el nido del último sol. Allí, reverente,
se confía al viento, como la más leve de sus arenas.
El tiempo se detiene, y así siente el hombre el
momento exacto en que el mar se feminiza, se convierte, digamos, en atlántica
amante. Sin nada que perder, decide hablarle:
– Mar querida: de día me calmas y me colmas.
No te puedo poetizar, porque antes de tocarte ya eres la metáfora de casi todas
las cosas. Te miro y me pierdo en ti, como un adolescente en los ojos de una mujer
madura que altivamente le ignorase.
Silencio por respuesta, es cierto. Pero es un
silencio verde y hermoso, como de algas luminiscentes; es el silencio de quien
escucha atento. Así que el hombre prosigue:
– Ahora, sin embargo, me atrevo a pensar que
te has compuesto un poco para mi mirada. Lo advierto, porque tus espumas se
ensortijaron de repente, y porque tu nivel subió. Poquito, es cierto… pero yo
esas cosas las noto, ya me conoces. Te conozco.
Y es cierto. El mar, ahora transmutado en la mar durante el parlamento del
hombre, no responde, pero escucha muy atenta el tímido oleaje dentro del
corazón humano. “Este bípedo es
perspicaz, y sabe leer los diminutos signos de mi pelágica intimidad”,
piensa la mar marina.
– Se me antoja, querida mar, que no te soy
indiferente en este momento. Diría que mis palabras te han rebosado un poco,
que estás transbordada, y si me apuras te diré que ese resplandor rojizo que te
arrebola no puede ser cabalmente atribuido a ese sol último que ahora te
deserta. Creo que te has ruborizado, Mar.
“Este tipo es
realmente bueno, me las pilla todas…”, piensa la mar, que no ve el momento de que este
sol rezagado se cambie finalmente de hemisferio y deje de revelar sus
vergüenzas. “¿Le hablo o no?”
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