“¿Pero hija mía, qué
me dices?”, se lamenta desde
el lado obscuro de la celosía la figura abuitrada del padre Vergara. “¿Reproducción asistida, has dicho?”.
“Sí, padre”. Ella qué puede decir, sino la verdad. Además,
para eso sirve la confesión, ¿no?
“¿Pero ya lo sabías
cuando prestaste tu cuerpo para esa inmunda práctica?”, pregunta todavía incrédulo el padre Vergara.
“¿Si sabía qué, padre?”, temporiza ella, y siente un bochorno sordo, una
culpa sordomuda que le sube por las piernas, por el sexo, hasta la garganta, y
allí se instala.
“Pues mujer, que era
pecado, y de los más hediondos por cierto, ¿qué va a ser?”. Para la mujer, oír al padre pronunciar la
palabra "mujer", y en este contexto, es como una vuelta de tuerca más
en el potro de sus tormentos.
“Bueno, la verdad es
que no lo pensé… O sea, lo pensamos mucho pero no de esa forma, padre”, se disculpa ella con torpeza. “¡Yo quería mucho tener un hijo, padre, y mi
marido no conseguía...!”.
“Ya, claro…", interrumpe Vergara, "…y eso justifica todo, ¿no? Y ahora, qué, ¿eh?”
“¿Qué de qué,
padre?”, casi lloriquea
ella. Siente una bola de metal en el vientre.
“¿Que si te han… que
si estás… que si el… tratamiento ha tenido… pues eso… éxito?”, se lía innecesariamente Vergara, por ese hábito
tan eclesial de no llamar a las cosas
por sus nombres.
“¿Que si estoy
embarazada, quiere usted decir, padre?”
“¡Claro, hija!”, clama Vergara, molesto por la embarazosa
palabra, que se filtra por la celosía, impregnando de impurezas su
confesionario. “¡Además de pecadora,
lenta!”, se censura un "leche" más, porque en el confesionario
sabe que debe ser objetivo, a pesar de que se lo llevan los mil diablos.
“Pues, sí, padre,
estoy embarazada”, dice como un
preludio a la fuga del sollozo que se sobreviene.
Otra vez la palabra. En la mente de Vergara se
cruzan visiones imaginadas, y por ello vagas, de úteros y fetos milimétricos,
amnióticamente bañados. Las retira diligentemente de su cabeza con un manotazo
mental. Pero entonces le vienen imágenes de médicos e instrumental quirúrgico
hurgando, donadores de semen y…
…¡Basta!
“Reza, hija, reza
mucho, y déjame pensar un poco, anda”, dice maquinalmente, sintiéndose al mismo tiempo
magnánimo y muy cansado.
La semana pasada, Vergara tuvo una sesión de
formación con un sacerdote que su diócesis había enviado a Roma para ser
informado de una nueva lista de pecados, digamos los nuevos pecados del siglo
XXI. La Iglesia se tiene que modernizar también, pues faltaba más… Sólo que
Vergara todavía no ha digerido bien las novedades. El enviado a Roma tampoco se
enteró muy bien, parece. Vergara saca de su breviario un memorando, que
desdobla en la penumbra de su escondite. Se centra en los dos primeros puntos:
a) violaciones
bioéticas (como la anticoncepción y la reproducción asistida);
b) experimentos
moralmente dudosos (como la investigación en células madre).
“Células madre, esa
sí que es buena... Esos médicos del diablo les ponen ese nombre para ver si
cuela, los muy pillos”, piensa
entristecido.
Pobre Vergara… El mundo se le viene encima. ¿Cómo
puede él comandar su confesionario por las procelosas aguas del pecado moderno,
sin antes recibir la debida instrucción de la autoridad eclesial? Por otro
lado, ¿cómo hablar abiertamente con sus compañeros de fe de cosas tan…
escabrosas?
Escucha Vergara el bisbiseo rezado de la encinta
al otro lado de la celosía, y le invade un torpor irresponsable. Está cansado
de navegar. Pero necesita encontrar una solución…
“Hija”, susurra.
“Sí, padre”, se oye la voz velada de la mujer, apenas un soplo
de quebrada ansiedad.
“Mira, si no se
entera nadie, mejor. Y si alguien alguna vez te pregunta, tú le dices que no
sabías que era pecado”.
“Sí padre. Gracias,
padre”.
La confesión se desgrana ritualmente con las
oraciones y penitencias debidas. Consumado el sacramento, la mujer se levanta y
se marcha.
Impune desde su escondite, el padre le mira las
piernas a la feligresa, apreciando la cadencia rítmica y musculada de su
caminar. Es un cuerpo rotundo y bellísimo, que la mujer parece transportar sin
la menor consciencia ni intención. Esa especie de… inocencia la hace todavía
más deseable a los ojos del párroco. Se diría que el embarazo, además, le
presta una frescura nueva, un renacer de formas. Vergara, que la conoce desde
niña en la catequesis, tiene un atisbo de erección.
¿Y qué querían…? Vergara es humano.
“Mi primera penitencia
bioética…”, piensa Vergara,
satisfecho de la (ab)solución encontrada para esta hermosísima pecadora del
siglo XXI. Allí, Vergara en su celosía, en su cálido útero de madera, se
palpa con mano culpable la erección, por encima de la sotana, con una mezcla
posible de orgullo y repugnancia.
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