ORANGE SANDALWOOD

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3/25/2013

VERGARA EN SU CELOSÍA






“¿Pero hija mía, qué me dices?”, se lamenta desde el lado obscuro de la celosía la figura abuitrada del padre Vergara. “¿Reproducción asistida, has dicho?”.

“Sí, padre”. Ella qué puede decir, sino la verdad. Además, para eso sirve la confesión, ¿no?

“¿Pero ya lo sabías cuando prestaste tu cuerpo para esa inmunda práctica?”, pregunta todavía incrédulo el padre Vergara.

“¿Si sabía qué, padre?”, temporiza ella, y siente un bochorno sordo, una culpa sordomuda que le sube por las piernas, por el sexo, hasta la garganta, y allí se instala.

“Pues mujer, que era pecado, y de los más hediondos por cierto, ¿qué va a ser?”. Para la mujer, oír al padre pronunciar la palabra "mujer", y en este contexto, es como una vuelta de tuerca más en el potro de sus tormentos.

“Bueno, la verdad es que no lo pensé… O sea, lo pensamos mucho pero no de esa forma, padre”, se disculpa ella con torpeza. “¡Yo quería mucho tener un hijo, padre, y mi marido no conseguía...!”.

“Ya, claro…", interrumpe Vergara, "…y eso justifica todo, ¿no? Y ahora, qué, ¿eh?”

“¿Qué de qué, padre?”, casi lloriquea ella. Siente una bola de metal en el vientre.

“¿Que si te han… que si estás… que si el… tratamiento ha tenido… pues eso… éxito?”, se lía innecesariamente Vergara, por ese hábito tan eclesial de no llamar a las cosas por sus nombres.

“¿Que si estoy embarazada, quiere usted decir, padre?”

“¡Claro, hija!”, clama Vergara, molesto por la embarazosa palabra, que se filtra por la celosía, impregnando de impurezas su confesionario. “¡Además de pecadora, lenta!”, se censura un "leche" más, porque en el confesionario sabe que debe ser objetivo, a pesar de que se lo llevan los mil diablos.

“Pues, sí, padre, estoy embarazada”, dice como un preludio a la fuga del sollozo que se sobreviene.

Otra vez la palabra. En la mente de Vergara se cruzan visiones imaginadas, y por ello vagas, de úteros y fetos milimétricos, amnióticamente bañados. Las retira diligentemente de su cabeza con un manotazo mental. Pero entonces le vienen imágenes de médicos e instrumental quirúrgico hurgando, donadores de semen y…

…¡Basta!

“Reza, hija, reza mucho, y déjame pensar un poco, anda”, dice maquinalmente, sintiéndose al mismo tiempo magnánimo y muy cansado.

La semana pasada, Vergara tuvo una sesión de formación con un sacerdote que su diócesis había enviado a Roma para ser informado de una nueva lista de pecados, digamos los nuevos pecados del siglo XXI. La Iglesia se tiene que modernizar también, pues faltaba más… Sólo que Vergara todavía no ha digerido bien las novedades. El enviado a Roma tampoco se enteró muy bien, parece. Vergara saca de su breviario un memorando, que desdobla en la penumbra de su escondite. Se centra en los dos primeros puntos:

      a)      violaciones bioéticas (como la anticoncepción y la reproducción asistida);
      b)      experimentos moralmente dudosos (como la investigación en células madre).

“Células madre, esa sí que es buena... Esos médicos del diablo les ponen ese nombre para ver si cuela, los muy pillos”, piensa entristecido.

Pobre Vergara… El mundo se le viene encima. ¿Cómo puede él comandar su confesionario por las procelosas aguas del pecado moderno, sin antes recibir la debida instrucción de la autoridad eclesial? Por otro lado, ¿cómo hablar abiertamente con sus compañeros de fe de cosas tan… escabrosas?

Escucha Vergara el bisbiseo rezado de la encinta al otro lado de la celosía, y le invade un torpor irresponsable. Está cansado de navegar. Pero necesita encontrar una solución…

“Hija”, susurra.

“Sí, padre”, se oye la voz velada de la mujer, apenas un soplo de quebrada ansiedad.

“Mira, si no se entera nadie, mejor. Y si alguien alguna vez te pregunta, tú le dices que no sabías que era pecado”.

“Sí padre. Gracias, padre”.

La confesión se desgrana ritualmente con las oraciones y penitencias debidas. Consumado el sacramento, la mujer se levanta y se marcha.

Impune desde su escondite, el padre le mira las piernas a la feligresa, apreciando la cadencia rítmica y musculada de su caminar. Es un cuerpo rotundo y bellísimo, que la mujer parece transportar sin la menor consciencia ni intención. Esa especie de… inocencia la hace todavía más deseable a los ojos del párroco. Se diría que el embarazo, además, le presta una frescura nueva, un renacer de formas. Vergara, que la conoce desde niña en la catequesis, tiene un atisbo de erección.

¿Y qué querían…? Vergara es humano.

“Mi primera penitencia bioética…”, piensa Vergara, satisfecho de la (ab)solución encontrada para esta hermosísima pecadora del siglo XXI. Allí, Vergara en su celosía, en su cálido útero de madera, se palpa con mano culpable la erección, por encima de la sotana, con una mezcla posible de orgullo y repugnancia.





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